El oro perdió un 0.2% de sus ganancias al inicio de la jornada. (Foto: Reuters)
El oro perdió un 0.2% de sus ganancias al inicio de la jornada. (Foto: Reuters)
Iván Alonso

American Default es el último libro de Sebastián Edwards, uno de los economistas académicos latinoamericanos más importantes, si no el más importante. El libro narra los eventos que llevaron al abandono del patrón oro por Estados Unidos y a borrar de un plumazo el 40% de las deudas públicas y privadas. Franklin D. Roosevelt aparece como un presidente improvisado, dispuesto a intentar lo que sea para conseguir su objetivo inmediato, que era aumentar los precios agrícolas, y con una determinación sin límites una vez que se persuade de que su problema es el valor del dólar.

Roosevelt asume la presidencia en marzo de 1933, en medio de una crisis bancaria. Su primer acto de gobierno es decretar un feriado bancario para que la gente no siga retirando sus depósitos. Se vale para eso de la Ley de Comercio con el Enemigo de 1917, una base legal cuestionable en tiempos de paz, que autorizaba al presidente a suspender la exportación y el atesoramiento de oro. Bajo el patrón oro, uno podía retirar sus depósitos en efectivo o en oro, a razón de una onza por cada US$20,67.

Sus asesores económicos habían convencido a Roosevelt de que tenía que devaluar el dólar para generar una “inflación controlada”, que sirviera para aumentar los precios agrícolas y ayudar a los agricultores a pagar sus deudas. Muchos habían perdido sus tierras por no poder pagar. Pero antes de devaluar, Roosevelt decide expropiar. El 5 de abril, un día aciago, ordena que los americanos, so pena de cárcel, le vendan al gobierno todo el oro que tuvieran en su poder, salvo sus joyas y sus dientes, al precio oficial de US$20,67. Semanas después prohíbe la exportación de oro para liquidar operaciones de comercio exterior, lo que significa que Estados Unidos deja el patrón oro. Finalmente, en enero de 1934 decreta el nuevo cambio oficial de US$35 la onza.

La expectativa de la devaluación había hecho subir los precios agrícolas, aunque solo moderadamente, en los meses previos. Pero eso no bastaba para aliviar la carga de la deuda agraria. Casi todos los contratos de crédito contenían una “cláusula dorada”, según la cual las deudas debían pagarse en dólares de valor constante. Si uno debía US$20,67 antes de la devaluación, tendría que pagar US$35 después, de manera que el acreedor recibiera el equivalente de una onza de oro. Pero Roosevelt no se detiene; pisa el acelerador y avanza. Consigue que ambas cámaras del Congreso aprueben una resolución conjunta invalidando la cláusula dorada. A partir de ese momento, las deudas se pagarían a su valor nominal en dólares.

No tardan mucho en llegar a la Corte Suprema los primeros casos de acreedores que piden que se respeten sus contratos. La corte falla en uno de los casos que no cabía indexar las deudas al valor del oro cuando los impuestos y los precios no estaban indexados y que el Congreso había actuado dentro de sus facultades constitucionales para regular el sistema monetario de la nación.

Edwards documenta que el repudio de la cláusula dorada no tuvo los efectos catastróficos sobre la inversión que un economista esperaría; al contrario, la bolsa subió y las tasas de interés bajaron. Quizás, en medio de la Gran Depresión, los inversionistas pensaran que era mejor olvidar sus pérdidas y mirar hacia adelante. Pero no es eso lo que suele suceder cuando un país quiebra la confianza de la gente.