"Quienes han vivido de cerca una situación siempre encontrarán errores en las ficciones sobre ella". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Quienes han vivido de cerca una situación siempre encontrarán errores en las ficciones sobre ella". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Cuando llegó al campo de concentración de Auschwitz, el judío eslovaco Lale Sokolov no fue inmediatamente asesinado. Los nazis no lo metieron en una cámara de gas. Ni le arrancaron los órganos para experimentar con ellos. Al contrario, le asignaron un trabajo: sería el encargado de tatuar los números de los presos en sus brazos, como si fuesen ganado.

Era un trabajo sucio, pero alguien tenía que hacerlo. Y gracias a que contaba con una ocupación útil, Lale salvó su vida. Más aun, también encontró el amor: Lale fue el encargado de tatuar a su paisana Gita Furman, y quedó prendado de ella. Después de la liberación, los dos viajaron a Australia, se casaron y criaron un hijo.

Esa historia de amor en medio del infierno resultó tan inspiradora que dio lugar a un ‘best seller’. La escritora Heather Morris entrevistó a Lale durante años antes de su muerte en el 2006 y, basada en sus historias, publicó en setiembre de este año “El tatuador de Auschwitz”, una novela publicada en 17 idiomas (en español, por Espasa), distribuida en 43 países y número uno en la lista de los más vendidos de Estados Unidos con medio millón de copias.

A pesar de su éxito y su base real, muchos críticos acusan a “El tatuador de Auschwitz” de fraude. El “New York Times” publicó un artículo señalando algunas inexactitudes en sus páginas. La polémica se extendió por medios de todo el mundo. Y el museo memorial de Auschwitz declaró oficialmente que el libro “no puede ser recomendado como información válida para entender la historia del campo”. La institución añadió que “prácticamente carece de valor documental”.

Los argumentos del museo contra la novela son numerosos: hay un error en el nombre de una unidad de trabajo. Y otro en el número de Gita, que en realidad correspondía a otra prisionera. La novela sostiene que los niños capturados eran tatuados en áreas separadas de los adultos, dato que carece de sustento real. Los vehículos mencionados no pueden haber recorrido las rutas descritas. Morris menciona un bus convertido en cámara de gas, lo que no figura en ninguna descripción histórica de los hechos. Y así.

Pero lo que olvidan todos esos prestigiosos medios e instituciones es lo más obvio, la palabra que aparece sobre el libro en los estantes de la librería, y que define su esencia: novela.

La realidad está mal escrita: llena de parálisis narrativas, diálogos sin gracia e historias que no llegan a cruzarse. Los novelistas se dedican a descomponerla, reinventarla y configurarla de nuevo para crear una historia mejor: más impactante y emotiva, más capaz de conmover a los lectores. Para ello, deben transgredir los límites de la verdad y moverse en el territorio de lo verosímil.

Quienes han vivido de cerca una situación siempre encontrarán errores en las ficciones sobre ella. Como periodista, me consta que los protagonistas de los hechos también encuentran errores en los relatos fidedignos, porque nadie más que uno mismo puede escribir lo que uno ha vivido.

Pero todos los demás lectores, gracias a la ficción, podemos acercarnos a los hechos desde la emoción, poniéndonos en los zapatos de los protagonistas, de un modo que ningún texto “con valor documental” o “informativamente válido” puede conseguir. Las novelas no están hechas para ocultar la realidad, sino para hacerla más intensa. No reemplazan a los libros de historia. Nos invitan a leerlos para conocer mejor lo que inspiró cada ficción.

El problema no es, pues, que Heather Morris no conoce Auschwitz, sino que sus críticos no conocen el valor de la literatura.