(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

“Son pocas las naciones que han adoptado el unicameralismo, debido a que el sistema bicameral parece más eficaz, lo que ha hecho que casi todas las naciones se inclinen por él para integrar un Parlamento”, dice el jurista mexicano Francisco Berlín Valenzuela en su importante obra “Derecho parlamentario”.

El Perú está entre las naciones que no integran el club de la bicameralidad y esto se debe, en primer lugar, al golpe desde Palacio que propinó a la democracia y a la imagen de ineficacia y lo costoso de mantener dos cámaras. Lo cierto es que a estas alturas es necesario contar con dos cámaras, porque el unicameralismo fue impuesto para una mayoría obsecuente al dictador Fujimori. Lo que se pretendía entonces era tener una sola cámara que, a criterio del dictador y su séquito, fuera más fácil controlar.

Con esa reforma la democracia peruana, que ya era débil, se debilitó aun más. Pero, ¡oh sorpresa!, si comparamos la calidad moral e intelectual de ambos sistemas, no cabe la menor duda de que el bicameralismo prefujimorista fue mejor que el unicameralismo actual. Claro, como muchos afirman, existen otros factores que han mediocrizado la política en el país, pero es indudable que si comparamos los congresos bicamerales con el unicameral instaurado por los fujimoristas, los primeros ganan por goleada (para hablar en términos futbolísticos) al segundo.

Otro asunto, los congresos bicamerales en realidad han sido mucho menos costosos que el unicameral. Resulta que este modelo parlamentario le ha salido más caro al Perú si lo comparamos con los anteriores, no solo en dinero sino en calidad moral, intelectual, cultural y administrativa.

Para dar un ejemplo personal, fui concejal (regidor, como se dice por estos lares) de la y no recibía un sueldo, solo una dieta de 150 soles, que la aumentaron luego a 200, por dos sesiones de concejo al mes. Si usted quería tener algo más, se incorporaba a una que otra comisión, para llegar por su trabajo a unos mil soles. No teníamos secretaria personal, como el alcalde y el teniente alcalde. No teníamos gastos de representación. Mucho menos carros con chofer y seguridad. Éramos unos buenos pobretones que trabajábamos por amor a la ciudad. Por eso no es necesario irnos hasta Suecia para descubrir la piedra filosofal.

El parlamentario es un representante del pueblo y ante todo tiene dos funciones básicas: legislar y fiscalizar. Debe tener un buen sueldo, pero no otras gollerías. Por ahí debemos empezar. Que pague su seguridad y a sus asesores, siquiera. Por allí está el ahorro y no venir con el argumento de que si se le adiciona a nuestro alicaído Congreso una cámara más todo será más costoso. ¡Claro!, si se sigue con esta mentalidad de clase política privilegiada, por supuesto. Pero hay que cambiar el chip.

La ventaja de la bicameralidad sirve para que funcione el control intraorgánico entre las cámaras, para que una de ellas no goce de un poder omnímodo. Al interior del debe haber equilibrio de funciones y equilibrio de poderes. Eso es lo democrático. Por allí se debe empezar, porque la principal función del congresista es la de servir a los representados.

Que continúe la inmunidad parlamentaria en su verdadero sentido, pero que se sancione a quienes la utilicen para fines no políticos. Que sea obligatoria la rendición de cuentas, incluso que se renueve por mitades el Congreso. Pero en todo esto hay un fin primordial: mantener el equilibrio de poderes al interior del Congreso.

Siempre me he preguntado: ¿Qué pasaría si aquí aplicáramos la utopía de Platón de los reyes filósofos que no ganaban nada y solo se dedicaban a servir a la ciudad? Mejor ni pensarlo. Un poco de ironía no nos cae nunca mal.