(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

Siempre he admirado el optimismo excesivo de las personas que conciben que una gran crisis abre también una gran oportunidad y que, tras la develación del Caso Lava Jato, sobrevendrá un tiempo mejor, pues al enviar a la cárcel a los políticos corruptos que se beneficiaron con dinero ilícito junto a aquellos empresarios y funcionarios implicados en actos de corrupción, el Perú, como por arte de magia, debería ser una nueva nación.  

Sería hermoso que así fuera. Un genuino país de las maravillas, la encarnación de alguna frase cursi de un libro cualquiera de Paulo Coelho, el spot vívido del marketero que edulcora falencias con palabras inspiradoras para invocar la esperanza. 

Es cierto, podemos celebrar en este momento que haya quedado expuesto el perverso sistema que permitía a algunas empresas ganar licitaciones estatales a cambio del pago de suculentos sobornos para luego incorporarlos en el costo final de las obras, a través de adendas al contrato original u otros artificios. Ahora sabemos que cuando ellos ganaban, perdíamos todos. 

Pero quisiera expresar mi escepticismo sobre el porvenir cuando hoy sábado 17 de marzo se cumplen exactamente cuatro años del estallido en el país vecino del que se considera el mayor escándalo de corrupción en la historia de América Latina, aunque eso traiga consigo desazón entre quienes piensan que lo avanzado permitirá que la totalidad de los responsables recibirá su merecido castigo. No se trata de falta de fe en nuestro vilipendiado Poder Judicial, apenas la duda razonable sobre el curso de los acontecimientos y de que estos no se repetirán. 

Basta preguntarse si pudo el esquema instaurado por Odebrecht y determinadas empresas brasileñas operar durante tantos años con la anuencia apenas de las más altas esferas. ¿Consiguieron hacerlo sin que quienes estaban debajo desconfiaran de que algo turbio se escondía detrás de las gigantescas y obscenas ganancias empresariales de Odebrecht y las otras?  

De más está decir que se necesitaba algo más allá del respaldo en el primer nivel gubernamental: la complicidad o, por lo menos, el beneplácito de otras instancias dentro y fuera del Estado. 

Si como se indica actuaron aquí bajo la misma modalidad que en otros países, faltarían aún muchas personas por ser investigadas. En Brasil, la trama incluía a ministros, asesores, funcionarios de segundo, tercer y cuarto escalón, miembros de los equipos que concedían las buenas pro, encargados de verificar aspectos legales, alcaldes y gobernadores donde se ejecutaban los proyectos, parlamentarios responsables de fiscalizar, empresarios, cambistas, periodistas, opinólogos, militantes de todas las tendencias y hasta analistas políticos. 

El complejo tinglado hacía que los actores secundarios y extras tuvieran la misión de mirar a un costado o coadyuvar a que la opinión pública lo hiciera. Ante el surgimiento de alguien incómodo, los peones se movían con rapidez, como en un juego de ajedrez, para cercarlo e incorporarlo al esquema bajo la trampa de la cena opípara, el viaje paradisíaco, la asesoría, el empleo al allegado u otra dádiva.  

En caso no pudieran o rehusaran, pasaban a la fase de la anulación. Si era periodista, empleado público o analista independiente, usaban otras artimañas que iban desde las presiones directas hasta la pérdida del empleo. 

Para cualquier peruano con buena memoria, resulta imposible no hallar escalofriantes coincidencias con la mayor maquinaria de corrupción construida en el Perú que se tenga noticias, creada por el ex asesor presidencial Vladimiro Montesinos y sus secuaces. 

Quienes vivimos esa época desde el periodismo no podremos olvidar con facilidad aquel momento en que se abrió el desagüe y afloró por completo el olor fétido de esa trama que condujo a él y varios de sus cómplices a prisión, así como recuperar millones de dólares esquilmados al país. 

Hoy, 18 años después, las evidencias demuestran que las alarmas se desactivaron tan pronto como se encendieron. Que la corrupción a gran escala no desapareció, solo se transformó con ribetes de farsa, sabor a feijoada y caipiriña bajo ritmo de samba.  

Peor aún, algunos de los impolutos e indignados de ayer que combatieron a Montesinos y sus cuitas forman parte de la lista de los acusados y otros fingen no darse por aludidos, concediéndole la razón al magnate Emilio Odebrecht sobre cómo se pudo construir la maraña que permitió conocer la cárcel a su hijo Marcelo al asegurar que ellos no inventaron nada y solo aprovecharon las oportunidades que se les otorgaron para establecer este “negocio institucionalizado”. 

Bajo su perspectiva, no se discriminaba a nadie. No interesaban las banderas que defendieran desde que ellas los incluyeran, adhiriendo a luchadores de la corrupción de antaño para tornarlos en aquello que tanto repudiaban. 

Como si fuera un cuento infantil que derivó en historia de horror, los príncipes se convirtieron en sapos y las doncellas en brujas. Perdieron el norte, renunciaron a sus ideales, haciendo realidad la lógica cínica que hunde a toda democracia, esa que dice que si todos son culpables, nadie, en el fondo lo es.  

Con frecuencia, se afirma que nada será como antes luego de que termine el Caso Lava Jato. Me resulta difícil de creer porque para eso necesitamos implantar numerosas reformas que eviten que se repita lo sucedido una y otra vez como una letanía macabra y eso ni siquiera se vislumbra en el sombrío panorama que vivimos.  

Hay que constituir una policía y procuradurías anticorrupción ajenas a la injerencia política, normas que tranquen las puertas giratorias, la auténtica profesionalización de los funcionarios, fortalecer la independencia del Ministerio Público y el Poder Judicial, erguir verdaderos partidos para que quienes lleguen al Congreso cumplan, de verdad, el rol de defender los intereses de los ciudadanos y no los propios.  

Quizás ello no extirpará de raíz la corrupción, pero, al menos, hará que la mala hierba crezca con menos facilidad en los abandonados jardines del Estado Peruano al paliar la posibilidad de que, parafraseando a Manuel González Prada en su célebre discurso del teatro Olimpo, reine “siempre la mala tradición, ese monstruo enjendrado (sic) por las falsificaciones agridulcetes de la historia”.