María Paula Regalado

Hay que te rompen y de las que te toma un tiempo recuperarte. Películas que te hacen sentir como si te agarraran el corazón y lo exprimieran poquito a poquito. Películas que te dejan con todo removido por dentro y con las que el llanto no es negociable. “” es una de ellas. El regreso a las pantallas del icónico le ha valido el máximo reconocimiento de su carrera, cuando el domingo pasado se llevó –por fin– el a , después de años de rechazo y abandono de la industria.

Sin mucho más para ofrecernos que una casa como único escenario y con pocos personajes –pues está basada en la obra de teatro homónima de Samuel Hunter–, la simplicidad de la película en los aspectos técnicos deja un espacio gigante para que la historia se lleve todo el protagonismo. La cinta retrata la desgarradora lucha de un hombre que lidia con la pérdida de grandes amores, la soledad por una sociedad que lo desprecia y le da la espalda, la depresión por una vida no deseada y una enfermedad de que la no se habla lo suficiente en estos tiempos: la obesidad mórbida, una enfermedad que, como cualquier otra, viene con síntomas, con efectos devastadores, con dolor y con sufrimiento. Un profesor que enseña desde la comodidad de su sillón –sin mostrarse ante sus alumnos–, un enamorado que ha perdido al amor de su vida de la forma más cruel posible, y un padre que recibe la inesperada visita de la hija que abandonó años atrás y que hoy quiere verlo muerto. Todo esto es Charlie (Fraser). Y este infierno interno que enfrenta se refleja también en el caos externo, en cada detalle de su alrededor: el desorden extremo, los espacios sucios y cantidades desmesuradas de comida de toda clase, los atracones –que, no podemos negar, por momentos puedan resultar repulsivos– y hasta las pocas ganas de socializar que le quedan. Es desolador acompañar a Charlie en un proceso en el que ha perdido todo tipo de autosuficiencia y se ha entregado al abandono.

Esto último es quizás lo más impactante. La guerra con sus demonios ha causado que Charlie pierda la batalla. Su corazón físicamente está en la recta final y el aumento masivo de peso solo ha sido consecuencia de su autosabotaje, de una vida que le ha quitado todo lo que amaba y, en repetidas ocasiones, lo escuchamos decir que a él no le interesa ser salvado de ninguna forma. Sin embargo, en medio de esta tragedia, Charlie encuentra un pequeño rayo de luz: un ensayo sobre la ballena más famosa de la literatura, Moby Dick, funciona como su cable a tierra para rescatarlo cuando más lo necesita. Recita sus líneas de memoria, con pasión y una tranquilidad que ya hacia el final de la película comprendemos de dónde viene. Si soy honesta, el ‘storyline’ de este ensayo y su relación con Charlie fueron lo que más me quebró. Brendan Fraser tiene un ángel especial en la mirada que nos destruye en solo un par de segundos y, de la mano con la siempre maravillosa dirección de , construyen a un personaje que nos deja fuerte marcas en el alma.

El resto de las actuaciones no son la excepción: el trabajo de Sadie Sink como Ellie, la hija de Charlie, es impresionante y debió ser considerada –incluso antes que Hong Chau– para la categoría de mejor actriz de reparto; sin duda, una de las ausencias más grandes en esta temporada de premios. De más está mencionar la espectacular tarea de caracterización del equipo de maquillaje y vestuario, que se llevó también una estatuilla, para convertir a Fraser en un hombre de 270 kilos.

Hay mucho más por decir sobre “The Whale”, pero es mejor si uno va a verla. Está en los cines y seguramente se quedará ahí por un buen tiempo. Lleven una buena caja de pañuelos, y cariñito para el corazón después; yo todavía lo necesito.

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María Paula Regalado es comunicadora