(Ilustración: Victor Aguilar)
(Ilustración: Victor Aguilar)
Diego Macera

Abra usted, estimado lector, la sección de política, opinión o economía de este u otro diario, o sintonice el programa de noticias radial o televisivo que prefiera. Lo que seguramente encontrará es gran preocupación por la tasa de crecimiento del PBI de este año, junto con varias recetas –algunas buenas, otras no tanto– para acicatear el producto lo antes posible.

La ansiedad no es injustificada. El año pasado el BCR proyectaba que la economía durante el 2017 crecería 4,5%. Hoy los estimados rondan el 2,5%. Y el Perú, huelga decirlo, no es un país desarrollado que pueda darse el lujo de esperar y perder dos puntos porcentuales de crecimiento. Cada punto nos cuesta miles de empleos formales, millones en ingresos para las familias y el Estado, y el aplazamiento del 21% de familias que permanecen por debajo de la línea de la pobreza.

Pero la obsesión con la cifra de crecimiento de este año (y en menor medida del próximo) le está quitando protagonismo a asuntos económicos que son bastante más profundos y fundamentales para crecer en los siguientes. Si lo que nos interesa es ser un país desarrollado en el largo plazo, el impacto de un punto adicional de crecimiento del producto hoy palidece al compararse con el impacto de una reforma laboral efectiva, de una política de innovación coherente, de un sistema judicial fiable y rápido, de una descentralización funcional, de una simplificación administrativa violenta, de un plan de infraestructura y conectividad realista e integrado, entre otros varios temas pendientes. Pero de eso ya casi no hablamos. De un tiempo a esta parte, en el debate público lo urgente ha opacado a lo importante.

Y en esto hemos caído todos. El gobierno, si bien empezó con planes ambiciosos para acortar la burocracia y combatir la informalidad, ha perdido capacidad de iniciativa en el debate público –su poder de poner grandes temas en agenda– y más bien ha pasado a una posición reactiva ante los embates de la coyuntura, de la oposición y, en algunos casos, de sí mismo. A un año de mandato, los ministros hablan cada vez menos de las reformas estructurales para la competitividad y cada vez más del potencial impacto de la inversión pública en el crecimiento de este año, de los empleos que se generarán al 2018, y de cuánto se invertirá en APP en los siguientes meses. La visibilidad del Consejo Nacional de Competitividad se ha reducido al mínimo.

Ciertamente, el gobierno necesita del oxígeno político que unos puntos adicionales de crecimiento otorgan, pero ¿de qué sirve realmente aumentar en un punto porcentual el PBI este año si para hacerlo utilizamos todo el capital político, el tiempo y los recursos que necesitamos para las reformas importantes?

La prensa y los economistas también hemos caído en la misma trampa del corto plazo. Fustigamos al Ejecutivo por las cifras tibias de crecimiento, pero no exigimos con el mismo ímpetu que se abra el debate sobre la reforma de pensiones o la capacitación laboral. Los minutos al aire que se usan para hablar sobre el impacto de la reconstrucción del norte en el PBI de este año son minutos que no se pueden usar para hablar de competitividad y productividad.

Finalmente, el Congreso –actor imprescindible para cualquier cambio profundo– tampoco parece tener demasiado apremio: a un año de ocupar sus curules, todavía no hay una sola propuesta legislativa seria de reforma estructural –de cualquier cosa–.

La visión cortoplacista que tenemos hoy es equivalente a apurarnos para subir una escalera pequeña en vez de empeñarnos por construir una más larga. Pero el Perú no se acaba en el 2017 ni en el 2018. No vaya a ser que por mucho concentrarnos en cosechar rápido nos olvidemos que quizá más importante aun es empezar a sembrar.