(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

En su afán por liberar a los individuos de la tiranía del pasado, la cultura moderna moviliza el espíritu crítico de modo que muchas costumbres y tradiciones, profundamente arraigadas, comienzan a ser valoradas ya no como hechos instintivos sino como construcciones sociales ‘naturalizadas’. Pero si pertenecen más al orden social e histórico que al orden natural, ello significa que las podemos cambiar gracias a nuevos consensos que reemplacen a las creencias obsoletas.

Un ejemplo muy significativo es el cambio de la valoración de la esclavitud iniciado en la Inglaterra del siglo XVIII como consecuencia de un debate que popularizó la idea de la esclavitud como una aberración con la que no deberíamos convivir. Entonces, como nos cuenta el filósofo anglo-ganés Kwame Anthony Appiah, proliferaron en Inglaterra las asociaciones de lucha contra la esclavitud, y la armada británica comenzó a detener en el océano abierto a los barcos sospechosos de albergar esclavos para su venta en los mercados coloniales. La victoria del abolicionismo en el mundo, sin embargo, tardaría muchos años en llegar. En el Perú en 1854, en Estados Unidos en 1865 y en Brasil recién en 1888.

En diferentes períodos los esclavistas desplegaron argumentos (seudo)religiosos y (seudo)científicos para justificar la esclavitud como designio divino o hecho biológico. Con el tiempo, la esclavitud pasó a ser vista como una práctica aberrante que debería avergonzar a sus partidarios. No obstante, muchos de los sentimientos de los esclavistas sobrevivieron a la abolición a través del racismo, dejando una alevosa huella que se reproduce generación tras generación en el mundo contemporáneo. Es una herida que no sana y que supura sangre, odio, desprecio y violencia.

Pero hay un ejemplo aun más contundente para mostrar la continuidad de sentimientos que no tienen fundamento alguno que no sea el mayor provecho de sus beneficiarios. Me refiero, desde luego, al patriarcado, a la dominación de los hombres sobre las mujeres.

Se trata de una institución probablemente mucho más antigua que la esclavitud y aun más ‘naturalizada’. En la relación entre los géneros habría una jerarquía, instaurada por Dios o descubierta por la ciencia, en la que ‘el hogar de los hombres es el mundo y el mundo de las mujeres es el hogar’. A partir de ella los hombres cuidan y protegen a las mujeres, y las mujeres sirven y atienden a los hombres. Este arreglo está bendecido por la mayoría de las religiones y, hasta hace poco, se reproducía con el consentimiento y activa agencia de las mujeres.

Pero las cosas han cambiado, pues vivimos un tiempo de rebelión contra el patriarcado. La idea de que la equidad entre los géneros es un derecho ha comenzado a naturalizarse, a pasar como evidente. El discurso de la igualdad es el más prestigioso y legítimo, al menos en el ámbito público. Pero los discursos patriarcales y machistas siguen modelando las expectativas de las mayorías.

En ningún aspecto esa situación es tan visible como en el tema de la violencia contra la mujer. Esta violencia pone al descubierto los presupuestos de las relaciones entre hombres y mujeres. La violencia del patriarcado se desata en toda su ferocidad cuando un hombre siente la inminencia del abandono. Una situación que le resulta intolerable, pues le hace ver los límites de su dominio.

El cimiento del patriarcado es considerar que la mujer es una propiedad masculina. No en vano se dice que tal mujer “es señora de X”. Así, la amenaza del abandono y de la pérdida de tan preciada posesión se vive como una catástrofe que debe impedirse a toda costa. En tanto la identidad masculina se fundamenta en su control sobre el cuerpo femenino, la desaparición o cuestionamiento de este control resulta profundamente desestabilizador para la autoimagen masculina.

Es muy probable que la violencia de género se acentúe en medio de los actuales cambios en la feminidad que hace que las mujeres ya no encuentren en la subordinación su destino. No obstante, esta afirmación es difícil de probar pues las estadísticas son muy recientes, de manera que no tenemos la certeza sobre si la violencia ha aumentado, retrocedido o permanecido en igual nivel.

Lo que sí sabemos es que las mujeres están aprendiendo a defenderse, y que aprenden con rapidez. Ello aun en un medio tan lastrado por el tradicionalismo y la falta de un espíritu crítico, como es el caso de la sociedad peruana.