"Los indicios son positivos y no todo tiene que ir de maravilla para esperar progreso: basta con que vayan mejor". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Los indicios son positivos y no todo tiene que ir de maravilla para esperar progreso: basta con que vayan mejor". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Diego Macera

Los llamados ‘filósofos radicales’ tuvieron un lugar importante en la Inglaterra de inicios del siglo XIX. Inspirados en las ideas de Jeremy Bentham y James Mill, el grupo impulsó una reforma política liberal a favor de instituciones sólidas que –ellos esperaban– transformaran eventualmente la economía inglesa hacia un sistema de libre mercado y prosperidad material. Con representación política adecuada y control del poder estatal, iba la idea, los ciudadanos libres serían capaces de controlar su propio destino, votar según su conveniencia y mejorar su situación económica. Las instituciones como camino al crecimiento económico.

Un siglo después, los descendientes intelectuales de los radicales –Ludwig von Mises y compañía– enfatizaron en ocasiones una causalidad distinta: la prosperidad económica como medio para alcanzar libertad política y mejores instituciones. Las nuevas clases medias empoderadas demandarían cambios políticos, rendición de cuentas, servicios adecuados por sus impuestos, y ya no podrían ser desoídas.

La verdad es que esta relación entre crecimiento económico e instituciones es compleja y por lo general bilateral o recíproca. Se pueden encontrar casos de democracias funcionales que no logran mejorar la calidad de vida de la población, así como casos de regímenes autoritarios que levantan a millones de la pobreza sin soltar el puño de hierro. No obstante, en términos generales, el círculo virtuoso entre crecimiento e instituciones inclusivas es claro.

En el Perú, sin embargo, en vez de revisar con atención los encadenamientos, causalidades y sinergias entre las visiones de los filósofos radicales y de sus herederos libertarios, la cara y sello de la misma moneda, solemos enfrascarnos en discusiones más bien estériles que sugieren –a media voz– una dicotomía innecesaria e inexistente, una contradicción forzada, entre los esfuerzos por fortalecer la capacidad adquisitiva de la población y, a la par, sus derechos ciudadanos y las reglas institucionales con que se vive en democracia.

Es difícil, o extremadamente cínico, estar en desacuerdo con la narrativa que propone que hemos descuidado las instituciones del país. La podredumbre de las instancias de administración de justicia que se ventila hoy en medios, por ejemplo, no se explica de otra forma, y de ninguna manera agota el espectro total de la debilidad institucional del país. Sin embargo, de ahí a concluir que el crecimiento económico –o el esfuerzo que este demandó– tiene alta cuota de responsabilidad en la debacle institucional (como en parte parece sugerir la reciente columna de Alberto Vergara ), es, por decir lo menos, arriesgado.

Por el contrario, de un tiempo a esta parte se ha hecho cada vez más obvio que una economía como la peruana sin un Poder Judicial confiable, con altos grados de informalidad e ilegalidad, con poca eficiencia del sector público, sin una clase política capaz de repensar el país, o, en corto, sin instituciones, seguirá creciendo a las mediocres tasas de los últimos años. Y eso no es buen negocio para nadie. Los empresarios ya tomaron nota de esto –no todos, y ciertamente no los que medran de la ilegalidad, la falta de transparencia y el mercantilismo–, pero los esfuerzos de este sector aún son insuficientes.

En este diálogo de sordos también hay cuota de responsabilidad desde quienes ponen el énfasis inicial al crecimiento económico, y esta cuota pasa por una falta de atención a la distinción entre medios y fines. La educación, la salud, la cultura y la misma institucionalidad son rutas hacia mayor crecimiento económico, pero fundamentalmente son fines en sí mismos. El crecimiento económico por sí solo vale poco; las mejoras tangibles de calidad de vida, libertades y derechos básicos con las que puede venir acompañado son el premio mayor. Soslayar esta obviedad ha costado caro a la narrativa de los economistas.