Ilustración: Víctor Sanjinez.
Ilustración: Víctor Sanjinez.
Santiago Roncagliolo

El Estado uruguayo vende . De hecho, no solo la vende. Controla todo el proceso. La cultiva bajo vigilancia del ejército. Y la distribuye en farmacias para que llegue al público.

¿Cuál es la buena noticia? Que los narcos ya no lo hacen.

El sistema, concebido por el ex presidente José Mujica y puesto en práctica por el actual mandatario, Tabaré Vázquez, . Aparte de la marihuana del Estado, los consumidores de ese país pueden asociarse entre ellos para sembrar su propia hierba, como ya ocurre en Cataluña, donde el Parlamento autonómico acaba de aprobar la regulación al respecto. Hace dos meses, México también autorizó el consumo medicinal.

La despenalización de las drogas, comenzando por la marihuana como experiencia piloto, es una de las pocas propuestas que suenan igual de bien a la izquierda que a la derecha del arco político. El proyecto uruguayo ha sido capitaneado por el Frente Amplio, el partido de izquierda de ese país, pero personalidades tan liberales como Mario Vargas Llosa o el mexicano Vicente Fox han mostrado su simpatía con la idea.

El objetivo no es hacerles la vida cómoda a los fumones. La legalización responde, en primer lugar, a una necesidad de seguridad. Lo cierto es que la guerra contra las drogas mata más gente que las drogas mismas. El dinero del narcotráfico mantiene mafias, maras y guerrillas desde Bolivia hasta Estados Unidos. Hasta el año pasado, solo en México, la violencia del y contra el narcotráfico se había cobrado ya 150.000 víctimas en una década. Además, la oscuridad de lo prohibido abre caminos para otros tráficos ilegales, sobre todo de armas y personas. Hay pocos fracasos tan clamorosos como el de combatir las drogas militarmente.

Despenalizar todas las sustancias de golpe es demasiado arriesgado, pero la marihuana es una droga mucho más blanda que la cocaína o la heroína, y por eso mismo, actúa como caja chica del crimen organizado. Uruguay calcula que, mediante el control estatal, puede arrebatarles a los traficantes un negocio de treinta millones de dólares. Y de paso, controlar de manera realista el consumo, ya que los ciudadanos solo pueden comprar un tope de diez gramos por semana.

Otro argumento de peso contra la política tradicional hacia la marihuana es que resulta completamente inútil para tratar a los adictos. Los aviones y los pelotones enviados a destruir cultivos no han impedido la circulación de las drogas, del mismo modo que bombardear los viñedos franceses no resolvería el alcoholismo. Deberíamos haber aprendido esta lección tras el desastre de la ley seca de Estados Unidos que no acabó con las bebidas espirituosas pero sí alimentó a las grandes mafias de los años treinta. Las drogas, cuando son un problema, son uno de salud pública. Y se tratan con sistemas sanitarios y educativos eficientes. Es más inteligente aprovecharlas para recaudar impuestos que tirar dinero público en operaciones militares.

Por último, la legalización implica un reconocimiento de la libertad individual. Ya es absurdo que el Estado gaste recursos persiguiendo a consumidores de marihuana (que en general causan mucho menos disturbios que los bebedores). Más ridículo aun es que pretenda decirle a la gente qué hacer con su cuerpo. Lo que sí es competencia del Estado es ofrecer a las personas toda la información necesaria para que cada quien tome las decisiones que no perjudiquen a otras personas.

Las democracias maduras necesitan ciudadanos maduros, capaces de sopesar de manera responsable cómo quieren vivir. Es hora de escoger nosotros mismos y respetar las decisiones de los otros. Tanto mejor si podemos hacerlo reduciendo la violencia. Nuestro problema, en toda América Latina, no es el cannabis. Son las balas.