Patricia del Río

La mediocridad avanza como los meados de un borracho incontinente que nadie puede detener. Ahí donde alguna vez hubo un funcionario competente, hoy lo reemplaza un inútil con carné, plagado de antecedentes vergonzosos. Por supuesto sería iluso sostener que antes de la llegada de todos eran santos y probos, pero por lo menos había cierta vergüenza al nombrar a un impresentable. Cierto pudor.

El fenómeno por el que estamos pasando, en cambio, parece inédito: ya no se pretende disimular la incapacidad de aquellos a los que se les encarga la vida de millones de peruanos, no se intenta maquillar currículums. Por el contrario, hay una reivindicación de la ignorancia, una celebración de la inmoralidad. La pendejada se premia bajo la falaz premisa de que se les está dando oportunidad a los que han sido siempre discriminados, a los hijos del pueblo.

El de Pedro Castillo está crucificado la meritocracia y está reemplazándola por la arbitraria máxima de “es mi turno”; y para mayores males lo hace con el aplauso de foca del Parlamento. A un Ejecutivo capaz de poner a un ministro de Desarrollo Agrario sin ningún pergamino para administrar una crisis alimentaria, lo secunda un Congreso que se tira abajo la calidad educativa, que pasa por agua tibia las tesis plagiadas, que les salva la cabeza a los miembros del gabinete de acuerdo con sus juegos mezquinos y que está lleno de niños vendidos y malcriadas que se aferran a su curul porque les toca. Unos ofrecen miserias y los otros las consagran.

Podríamos pensar que vivimos una pesadilla pasajera y que una vez que este Gobierno, Congreso incluido, se vaya tendremos una administración pública menos putrefacta, pero hay varias consecuencias que no van a ser fáciles de desterrar: en primer lugar, los que nunca tuvieron acceso al poder habiendo cumplido con los requisitos necesarios, seguirán sin tenerlo. Las mafias no tienen preferencias partidarias. La trafa se cocina con el mismo entusiasmo en los cócteles de un hotelazo o de un club departamental y eso aleja a la gente honesta del mundo político.

Segundo: a quienes les encanta estigmatizar a aquellos peruanos que no pertenecen a sus esferas habituales de poder económico o político les acaban de hacer el favor que todo discriminador necesita: les han reforzado el prejuicio. Con la cantaleta de que los inútiles y ladrones representan “al pueblo” han reducido a millones de peruanos de círculos menos favorecidos a la condición de sinvergüenzas. Como si venir de Chota o de Junín fuera sinónimo de corrupto.

Tercero; y esta es tal vez la que más preocupa: se ha consolidado el argumento de quienes siempre defendieron delincuentes y su derecho a gobernar. Esa derecha que ha relativizado matanzas, golpes de Estado, robos y barbaridad y media hoy está amparada en esa izquierda que hace exactamente lo mismo: entroniza criminales no a pesar de sus delitos, sino gracias a ellos.

Si por años hemos escuchado que las masacres en la lucha antiterrorista eran “necesarias”, que el robo no descalifica a los amigos del modelo económico vigente para ser presidentes, que hay que violar la democracia para poner orden; hoy le hemos sumado al discurso que plagiar la tesis es normal, haber suplantado una profesión no es problema, haber violado a una compañera de partido es un detalle y golpeado a la mujer una curiosidad.

Hemos claudicado como sociedad y estamos permitiendo que lo peor de uno y otro lado del espectro político se adueñe de nuestras vidas en todos los campos. Estamos mirando cómo el vómito del borracho se nos empieza a pegar en los pies y no nos estamos moviendo. Estamos permitiendo que en aras de no sé qué derechos adquiridos desde la inmundicia se reparta el poder entre gente que no vale nada. Vivimos en una caquistocracia (gobierno ejercido por los peores o menos capaces, según la RAE), como pobres rehenes sin capacidad de cambio.