Carisma, por Gonzalo Portocarrero
Carisma, por Gonzalo Portocarrero
Redacción EC

Vivimos, cada vez más, en una sociedad donde cualquier pretensión de felicidad tiene que anclarse en una autoestima sólida, en el juicio favorable que nuestra imagen debe despertar en nosotros mismos. Al final de cuentas, se nos dice todo el día, lo que importa es aquello que nosotros pensamos de nosotros mismos. Y, al contrario de lo que pueda suponerse, no se trata de una evaluación superficial o regalada, pues son muy exigentes los criterios que llevan a una autoapreciación feliz de sí. Además estos criterios no son idiosincráticos o personales, sino que son imposiciones de la sociedad. La mirada que tenemos sobre nosotros mismos no hace más que reproducir, a la manera de un eco, la forma en que hemos sido mirados cuando niños, cuando más vulnerables éramos. Entonces, si acaso fuimos mirados a lo lejos, con exigencia y desaprobación, y con poco cariño, ya se podrá inferir todo lo que tendremos que pasar para conseguir mirarnos de una manera que no sea cruel y distante. Estaremos condenados a mirarnos de la misma manera violenta y desapegada con que fuimos mirados. Nuestra autoestima estará arrasada por una mirada que nos desaprueba, pues representamos, ante todo, una desilusión. No fuimos, como soñaban nuestros padres, bebes blancos, rubiecitos, de ojos azules, como el bello niño

Solo si cumplimos condiciones muy estrictas tendremos derecho a sentirnos valiosos, realmente amados. Resulta entonces que la tan encomiada autoestima, entendida como el vínculo amable y tolerante con nosotros mismos que fomenta la desenvoltura y la espontaneidad, es una realidad huidiza y poco frecuente que supone que el individuo ha hecho propia, o construido, una mirada que lo bendice como ejemplo, atracción y modelo. Esa mirada, ajena en un inicio, se ha ido convirtiendo en propia; es decir, al niño se le ha enseñado a mirarse de manera positiva, sin miedos, pues está empeñado en esperar lo mejor de sí mismo. Esta anticipación, o seguridad, de ser atractivo se convierte en una confianza que la persona irradia, en un aura que imanta y fascina las miradas ajenas. Es una gracia o un carisma que da a su poseedor una presencia escénica imponente, que hace que los ojos y oídos de la gente se desvíen hacia su poseedor, pues allí ven aquello que tanto desean por la mucha falta que les hace. 

En la base del carisma está el amor. Una incondicionalidad afectiva que en nuestras sociedades mestizas tiene que imponerse sobre el colonialismo que idealiza lo blanco y devalúa lo indígena. Y también tiene que sobreponerse a la “humildad” de los padres y madres que enseñan a sus hijos que su lugar siempre viene después, que se debe primero establecer la jerarquía de quienes tienen más derechos. Luego, recién, vienen ellos. 

En una sociedad tan arrollada por las jerarquías, el carisma, en tanto seguridad en la expresión, representa algo excepcional y decisivo por cuanto la persona cierta de su valor se convierte rápidamente en guía y promesa para la mayoría de los ciudadanos que tiene una mermada autoestima. Por otro lado, el carisma da un poder que puede ser usado de distintas maneras. Pienso, por ejemplo, en el talento de un que logró llevarnos, gracias a la belleza de su escritura, a la idea de que en el Perú no hay futuro que no pase por la recuperación de las tradiciones indígenas. En sus textos se condensó todo el entusiasmo por reconciliarnos, por decir “nosotros”, por tender puentes con todo lo que había sido proscrito y rechazado por la ignorancia prepotente del colonialismo.Pero pienso, al hablar de carisma, también en la seguridad apabullante de Alan García, siempre tan exitoso en convencernos de que el triunfo del Perú requiere de su conducción personal. Aunque pienso, sobre todo, en ; la mujer joven y encantadora, a quien tan bien le sientan todas las pieles, desde los vestidos más lujosos hasta las polleras más tradicionales. Su sonrisa, fácil y fluida, parece provenir de lo más hondo de su ser; y seduce y entusiasma, pues prefigura una liberación feliz de los anudamientos coloniales. Pero con el paso de los años esa sonrisa, tan carismática, ha perdido densidad como convirtiéndose en una marca o anuncio comercial.