Cartas sobre la mesa, por Renato Cisneros
Cartas sobre la mesa, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

“Si te vas a vivir fuera del Perú, extrañarás la comida”, asegura la profecía popular que recae como letal advertencia sobre cualquier compatriota con cierta ambición o urgencia migratoria. Tal vaticinio, sin embargo, precisa un matiz: la nostalgia depende del destino. Si tu nueva morada es, por ejemplo, Madrid, el paladar, antes que melancólico, se vuelve novelero.

Con su abusivo repertorio de jamones, arroces, carnes, legumbres, especias y verduras, por no hablar de sus influencias romanas o árabes, la gastronomía española incita al extranjero a comer sin darse tregua, y en el caso del peruano, lo lleva a discutir muy seriamente sus grandes certezas culinarias, ilustradas en sentencias tan peligrosamente definitivas como “no hay nada como el sancochado que prepara mi viejita”.

Recalar en el barrio castizo de Chamberí ha sido una bendición (aunque mi tarjeta de débito tiende a desmentirme). A solo una cuadra de nuestro cubil se encuentra la calle Ponzano, algo así como La Mar de Madrid: un jirón atiborrado de bares, locales de tapeo y restaurantes de tres tenedores que convoca diariamente a cientos de parroquianos que se arrojan sobre esas mesas como langostas. Después de no pocas incursiones por esos predios, diría que las exquisiteces que se imponen –según gusto y capricho del suscrito– son la perdiz escabechada sobre cremoso de col, pimiento del piquillo y brotes de Le Qualité, y el solomillo de tomate de Navarra, bañado en aceite de trufa, con escamas de sal y albahaca frita de Sala de Despiece.

Pero cuando vuelvo a mi realidad de inmigrante que sobrevive de escribir columnas, suspendo esos arrebatos de sofisticación y apelo a establecimientos más económicos. Si queremos italiano, vamos a Pizza Mascalzone. Si se nos antoja libanés, Shukran. Si nos provoca mexicano, Chelinda. Los helados, siempre en Amorino. Y cuando llega ese ineludible momento en que el país llama desde las tripas, peregrinamos hasta Chincha, La Cevicuchería, o –ya en plan menú de cinco euros– visitamos a la china Lily en el segundo piso del Mercado de los Mostenses, donde puedes conseguir ají limo y hasta Inca Kola en lata.

Al regresar de esos atracones de peruanidad (incluso cuando yo mismo los perpetro, cortesía del Qué Cocinaré Hoy de Nicolini), me asalta la sensación de que, en sí, no es la comida del terruño lo que uno extraña, sino el acto de comer, la ceremonia social, la compañía, la mesa, las conversaciones que resultan familiares, todo lo cual, por cierto, logra ser reproducido allí donde a uno le toca vivir, por muy lejos que esto sea, pues en el inconsciente del peruano el sabor del insumo está íntimamente asociado al calor del entorno.

Cada vez que un español me comenta el sensacional boom de la gastronomía peruana, es inevitable hablar del pionero Gastón Acurio, los chefs emprendedores, la identidad nacional y de la cadena productiva que emplea a seis millones de trabajadores, pero también de la informalidad laboral, la escasa crítica, la falta de reflexión y la malnutrición, entre otras paradojas que el fenómeno suele eclipsar.

A ese interlocutor entusiasta también le hablo de un libro breve que se publicó este año, cuya lectura debería ser obligatoria para todo estudiante, empresario o funcionario estatal que pretenda decir algo en nombre de la comida peruana, para todo comensal que visita Misturay para todo nostálgico del tiradito o el tacu-tacu: ¿Cuál es el Futuro de la Gastronomía Peruana?, de Mariano Valderrama, uno de los investigadores más acuciosos y menos complacientes. En menos de 80 páginas, traza una interesantísima panorámica sobre lo que se ha alcanzado y lo que falta, y nos cuenta cómo hicieron Francia, Italia o Tailandia para darle a su comida no solo fama, no solo moda, no solo ruido, sino algo más valioso: prestigio.

Esta columna fue publicada el 10 de setiembre del 2016 en la revista Somos.