Cásese quien pueda, por Diego Macera
Cásese quien pueda, por Diego Macera
Diego Macera

Hace casi 100 años se aprobó el matrimonio civil para todos los peruanos. Antes de que el senador Guillermo Billinghurst presentase su proyecto de ley en 1896, en el Perú solo tenían validez legal los matrimonios religiosos católicos. La iniciativa de Billinghurst fue resistida por sectores conservadores por largo tiempo –el obispo de Ayacucho, Fidel Olivas, la llamó “torpe concubinato cubierto de ley” en 1903–, pero eventualmente triunfó.

Hoy el Perú debate nuevamente la extensión de los beneficios del matrimonio a sectores fuera de la sociedad tradicional. Esta vez ya no se trata de los no católicos, sino de los homosexuales. Las parejas gay demandan –con justicia– el acceso a los derechos exclusivos del club de los casados que da el Estado. Los herederos del padre Olivas se oponen a su incorporación.

Pero ¿y qué si la discusión no se plantea tanto en función a quién puede o no puede entrar al club y, más bien, se plantea en función a las reglas del club y al monopolio de derechos que este tiene? En esta perspectiva, la raíz del problema está en que el Estado ha definido arbitrariamente un molde único de matrimonio para todos.

El matrimonio civil es, siempre, entre dos personas, de diferente sexo, con derechos y responsabilidad predeterminados, sin período de expiración, con causales de divorcio preestablecidas, con una sociedad de gananciales y repartición de herencia que siguen reglas inmutables.

Aquí es donde vale la pena preguntarse: ¿y por qué? Entre personas adultas, en realidad, uno puede perfectamente imaginarse un contrato de matrimonio hecho a la medida, ad hoc, de cada pareja. Algunos preferirán que su matrimonio sea renovable cada cinco años siempre que las dos partes estén de acuerdo, otros que las causales de divorcio sean más rígidas, otros que las responsabilidades del trabajo dentro del hogar estén fijas, etc. En caso no haya hijos, el único límite a lo que se puede contratar lo pone la voluntad de los contrayentes. Si hay hijos menores, el Estado puede fijar garantías especiales en cada contrato-matrimonio que aseguren su bienestar.

Una ventaja de romper la versión del matrimonio escrita en piedra, en vez de continuar ampliando la membresía al mismo, es que devuelve a los ciudadanos el derecho a elegir sobre aspectos claves de su vida. Dicho de otra manera, devuelve a la persona decisiones como el tipo de compromiso que quiere tener, el tiempo que durará, a quién le corresponde el seguro de salud o pensión, quién tomará decisiones en caso de incapacidad y a quién le tocará herencia. No todas las parejas encajarán en el mismo molde de preferencias. Y eso está bien. Forzarlas al mismo molde es lo injusto.

Otra ventaja de eliminar el monopolio de la ley sobre el matrimonio es que, visto ya como un contrato hecho a la medida de adultos libres, no hay restricciones sobre con quiénes se contrata. Una pareja heterosexual, una pareja gay, un trío bisexual; mientras sean personas en pleno uso de capacidades, no hay motivo para impedirlo. Expandir a minorías sexuales el derecho al matrimonio –tal y como este se entiende hoy– es el equivalente a permitir más socios en un club privado con reglas de etiqueta que restringe al acceso a una playa pública. Entender el matrimonio como un contrato ad hoc, en cambio, es quitarle al club el monopolio de la playa.

Por supuesto que el matrimonio homosexual va más allá del acceso a beneficios como pensión y seguro para la pareja; la lucha es por la legitimización desde el Estado y la sociedad de un grupo marginado. Pero le haría bien a esta discusión reconocer que la raíz del problema está menos en el acceso y más en este molde único en que se ofrece la institución a la que quieren acceder. Quizá, después de todo, algo de razón tenían los conservadores cuando advertían que la discusión sobre el matrimonio homosexual abriría las puertas para el fin del matrimonio tal y como lo conocemos.