Cecilia Raffo, por Abelardo Sánchez León
Cecilia Raffo, por Abelardo Sánchez León
Abelardo Sánchez León

Sé que no estuve a la altura de las circunstancias. ¡Pero qué digo! Sé que no estuve, que no la acompañé, que no la visité, que no la vi durante los últimos años que enfrentó, con la valentía y la elegancia que la caracterizaron, el cáncer que minaba su organismo. Se encontraba en un momento vital, pleno de energía, interesante, de proyectos, porque ella tuvo la dicha de encontrar un proyecto al que buscó, siguió y trabajó con auténtica vocación: hacer del turismo una experiencia de vida, de conocimiento y de revalorización de nuestro país. A través de la revista “Bienvenida” convocó a una serie de amigos como Toño Cisneros, Luis Millones, Rafo León y Roberto Fantozzi para indagar, con amor, el Perú. El Perú es un mapa mental, geográfico, social interminable, desconocido desde un principio, al que ella se adentraba descalza como si ingresara a un poema o a un amor por primera vez.

A pesar de mi silencio incomprensible, siempre me escribía un correo saludándome por mi santo. Yo preguntaba por ella, claro que sí. Conocía al detalle el estado de su enfermedad. Le preguntaba a su hermano Gonzalo, a su prima María Fe, a su mamá, mi tía Carmen. Pero no la visitaba. ¡Por qué, caray! ¿Por cobarde, por miedoso, por no tener la valentía de ya no verla como la veía, joven, bella, interesante, independiente, casada, con familia, pero con muchos amigos?, porque yo, con ella, conversaba de todo, con la mente limpia y el corazón abierto. Debe ser por eso. Y, además, por no aceptar que se moriría, que dejaría un vacío que ya nos daba a entender con el avance de su enfermedad.

Ella murió en esa edad espléndida de la mujer, cuando ya no eres capaz de calcularle la edad; de rostro fresco, de piel canela, de pelo negro, delgada, bien puesta, todo le caía, todo iba bien con ella y a todo le daba su tiempo. Tenía el don de no hacer notar el paso de las tardes. He descubierto en la adultez la amistad de la mujer, pero la he descubierto, felizmente, en un país que no la propicia. Yo gozaba con su capacidad de entenderlo todo mostrando tan solo una tenue sonrisa. Cuando un muchacho de barrio, me acuerdo, le gritó “flaquita”, le hizo sentir que estaba en el cielo. Pienso que esa era su manera de entrarle al Perú. Porque al Perú hay que entrarle, no es que se abra así de fácil y a cualquiera. El Perú es áspero, agreste, extenso, pero reconoce el tacto respetuoso de la piel dulce, de capulí, cuando una mujer, como ella, se sienta a su lado.