Que la violencia sufrida en el Perú les sirva de doloroso ejemplo. (Ilustración: Víctor Aguilar)
Que la violencia sufrida en el Perú les sirva de doloroso ejemplo. (Ilustración: Víctor Aguilar)
Luis Millones

Aunque en estos días toda información sudamericana parece quedar oculta bajo los sucesos del fútbol argentino, vamos a rescatar otro tipo de noticias que, si bien en menor medida, también han tenido cobertura en nuestras páginas informativas. Me refiero a las poblaciones indígenas de nuestro vecino del sur.

Chile ocupa un lugar especial en mis recuerdos. Allí escribí mi tesis doctoral, allí ejercí como profesor visitante en la Universidad de Chile y allí nació mi hijo mayor. Siempre fui recibido con afecto, y no solo en los ambientes universitarios. En una ocasión, inclusive, mientras buscaba un inexistente hotel en las afueras de la ciudad de Temuco, una familia a cuya puerta llamé me alojó y alimentó sin otra razón que el deseo de ayudarme.

La palabra ‘mapuche’ significa “gente del este”. Sin embargo, el término se ha generalizado para designar a toda la población indígena. Las primeras noticias sobre Arauco nos llegan desde la expansión del Tahuantinsuyo, que probablemente se extendió hasta el río Itata, donde los habitantes norteños (‘picunches’) estuvieron bajo el control de los incas. Cuando aparecieron los españoles, los araucanos retrocedieron sus fronteras hacia el sur estableciendo en Bíobío el nuevo límite de los ‘huilliches’ (gente del sur), a quienes los españoles llamaban cuncos.

Es difícil saber el número exacto de su población durante la época precolombina. Quizá llegaron a ser 500.000, como lo propuso mi colega José Bengoa, de quien voy tomando notas. Pero no quiero pelearme con los demógrafos. Una de las primeras noticias de los habitantes originales de la zona nos llegó a través de Pedro de Valdivia, que el 4 de setiembre de 1545 le escribió al rey Carlos V: “Sepa Vuestra Majestad que cuando del Marqués don Francisco Pizarro me dio esta empresa [conquistar lo que hoy es Chile], no había hombre que quisiese venir a estas tierras, y los que más huían della eran los que trujo el Adelantado Diego de Almagro, que como la desamparó, quedó tan mal infamada que como la pestilencia, huían de ella”.

Esta –no tan velada– burla sobre Almagro no tardó en ser castigada por el destino. Mientras escapaba de una nueva derrota infligida por los araucanos (llamados así por los españoles), don Pedro cayó prisionero y llegó a implorar por su vida ante Caupolicán, líder de los vencedores, jurando dejar libre esa tierra. El poeta Alonso de Ercilla narra este episodio:

“Cuentan que estuvo de tomar movido
del contrito Valdivia aquel consejo;
mas un pariente suyo empedernido,
a quien él [Caupolicán] respetaba por ser viejo,
le dice: ¿Por dar crédito a este rendido
quieres perder tal tiempo y aparejo?
y apuntando a Valdivia en el cerebro,
descarga un gran bastón de duro enebro”.


Como en el Perú y en México, la derrota final de Arauco solo fue posible con la aparición de Santiago Matamoros (conocido como Santiago Mataindios) y la Virgen María. Fue la llegada de García Hurtado de Mendoza lo que sentó las bases de la pacificación de las tierras del sur, que recién pudo concretarse a mitad del siglo XVII. Al contrario de lo que ocurrió en el Perú –donde Francisco de Toledo logró ejecutar al primer Túpac Amaru– en el caso de Chile el triunfo del gobierno español se concretó de una manera distinta, a través de una serie de parlamentos en los que se acordó la independencia de los mapuches y la fijación de las fronteras. Los pactos se hicieron y rehicieron hasta el siglo XVIII. Por ese entonces, España ya había perdido su interés en invertir tropas y dinero en el Arauco, tal y como lo escribió el virrey José Antonio Manso de Velasco, en Lima, en 1738.

Para esta fecha, además, la población mapuche había cambiado el ritmo de los tiempos y de su obligada relación con los ‘huincas’ (extranjeros) apoyados en dos ejes: la ganadería y el comercio. El caballo transformó a los hombres en magníficos jinetes, mientras las vacas y ovejas se convirtieron en una señal de riqueza. La situación cobró relevancia nacional en el siglo XIX, tal y como recogió el colega Jorge Pinto Rodríguez en “El Mercurio” (13 de mayo de 1856): “El porvenir industrial de Chile se encuentra, a no dudarlo, en la región del Sur, no teniendo hacia el Norte más que áridos desiertos que un accidente tan casual como el hallazgo de ricos minerales ha logrado hacer célebres, dándoles una importancia que dista mucho de ser imperecedera. Natural, es, pues, que las miradas de la previsión se dirijan hacia esa parte, la más rica y extensa del territorio chileno”.

No sé si los analistas políticos de aquella época estaban en la capacidad de anticipar la Guerra del Pacífico que, naturalmente, interrumpió esta mirada golosa hacia las tierras del Arauco.

Pero ni bien concluyeron las hostilidades con sus vecinos, en 1881, las autoridades chilenas reanudaron su política expansionista hacia el sur, donde el 1 de enero de 1883 fundaron Villarrica en tierras obtenidas del cacique Epulef. Ese mismo año, además, empezó a operar la Comisión Radicadora de Indígenas “cuya labor consistía en ubicar a los mapuches en espacios delimitados, llamados reservaciones, para disponer del resto del territorio para las colonias que se querían establecer en Araucanía”, según explica Pinto.

Pero volvamos la mirada hacia nuestros días. ¿Cuántos chilenos se consideran hoy mapuches? El Ministerio de Desarrollo Social de Chile indica que son algo más de 1’300.000. Por otras fuentes, sabemos que la mayoría se concentra en la capital.

Son ellos, generalmente los más jóvenes, los que llevan su protesta hasta la prensa, y desde allí, a toda América. En sus reclamos se habla de discriminación y de pobreza, pero también del olvido de sus derechos y la disputa de las tierras que reclaman como suyas. La urgencia o exageración de estas protestas deberán ser enfrentadas por el nuevo gobierno de Sebastián Piñera. Que la violencia sufrida en el Perú les sirva de doloroso ejemplo.