(Foto: El Comercio)
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Andrés Calderón

China te cuenta que…” es la columna semanal que publica Rafo León en la revista “Caretas”. Una sátira de la vanidad, clasismo y racismo de la clase alta limeña personificada en la ‘China’ Lorena Tudela Loveday.

Desde hace un tiempo, sin embargo, la China ya no solo nos invita a burlarnos de ella, sino también de otros personajes, con calificativos e insultos que poco hacen por motivarnos a la reflexión. Hace tres meses hizo una alusión a Keiko Fujimori como la “porcina ojo jalado”, que le valió los justificados reproches de políticos de todas las tiendas y diversas personalidades mediáticas. Incluso, el Ministerio de Cultura publicó un comunicado en el que rechazó los calificativos en la columna de León, aunque reconoció que se trataba de una sátira política, y sin aclarar si podría corresponder o no una sanción estatal por la afrenta racista.

Hace unos días, la China insistió (en su columna del 5 de octubre) con lanzar agravios de índole físico y sexual a representantes del fujimorismo. Si la sátira tiene un propósito de crítica social, no entiendo cómo extraerlo de expresiones como “Luz Lomo Saltado”, que tiene que “bajar treinta kilos”, o “La Chacóncha” vistiendo una “falda de tajo por si algún purpurado arreola se animaba” o usando un velo sobre los ojos “como las putas francesas”. Alguien podría decir que lo que se busca es mostrar la banalidad y vulgaridad de las preocupaciones estéticas de la gente a la que representa la China Tudela, pero eso suena más a cuento chino; una coartada para gastar oprobios gratuitos a políticos que desagradan al autor, con el agravante de imponer o reforzar, a través del insulto, estereotipos físicos o sexuales sobre las mujeres.

Dicho esto, no creo que lo realizado por León sea ilegal. La sátira, la parodia y otros recursos humorísticos son necesarios en una sociedad democrática que defiende la libertad de expresión (incluso la que ofende), y su licitud se mantiene en la medida que queden dentro del ámbito de la crítica subjetiva, es decir, que no presenten sus afirmaciones como verdad, como sucesos que realmente ocurrieron, pese a saber que son falsos.

El caso emblemático de la parodia en el ámbito mundial es el de Larry Flint y su revista “Hustler”, enjuiciados por publicar un póster que parodiaba un anuncio del licor Campari que incluía el supuesto testimonio del reverendo Jerry Falwell, confesando que borracho tuvo un encuentro sexual con su madre. A pesar de la gravedad (y mal gusto) de lo que mostraba el anuncio, la Corte Suprema de EE.UU. resolvió que la parodia del personaje público era lícita, en tanto era evidente que ninguna persona razonable la tomaría seriamente.

No creo que alguien ponga en duda la naturaleza satírica y ficticia de las narraciones de la China Tudela, pero con su insistencia en ofender veladamente a las lideresas del fujimorismo ya nos mostró el fustán. Y aunque legalmente no hay ni debería haber represión (un control estatal de qué puede ser objeto de sátira o parodia crearía un riesgo inconmensurable de censura), moralmente sí. Y las instancias de la autorregulación deberían tomar cartas en el asunto, añadiría yo. Como he señalado antes, si queremos proteger la libertad de expresión, hay que defenderla también de quienes abusan de ella.