El chip ideológico, por Francisco Miró Quesada Rada
El chip ideológico, por Francisco Miró Quesada Rada

En la segunda mitad del siglo XVIII un grupo de pensadores llamados ilustrados, creadores del liberalismo, sostuvieron a partir de la influencia del filósofo inglés Francis Bacon, para quien la deformación de la realidad se produce principalmente en las relaciones económicas y en las creencias religiosas, que esas creencias son prejuicios. Es decir, opiniones sin comprobación científica.

Una de las creencias más arraigadas fue la del poder divino de los reyes, que esos liberales genuinos como John Locke, luego Rousseau y Voltaire, cuestionaron y demostraron que eran falsas. 

Ahora, en el siglo XXI, nadie cree, bajo el riesgo de parecer ante los demás como un orate, que el poder de una autoridad es divina y que por eso solo le rinde cuentas a Dios. Pero durante siglos se creyó en ello y hubo harta literatura para justificarla, como la de Robert Filmer, y en parte Thomas Hobbes, con su famoso “Leviatán” (1651).

La historia no termina con este descubrimiento sometido a una crítica implacable en que se demostró la falsedad de una creencia. 

En el siglo XIX Marx fue más lejos y sostuvo que la ideología consistía en un conjunto de creencias y teorías elaboradas para justificar la posición de la clase dominante. Dijo que la ideología es una concepción del mundo, una manera de pensar, de sentir y de actuar de la clase dominante. 

Desde esa perspectiva, una clase social controla recursos como el poder y el dinero, impone su sistema de creencias a los demás, dentro de cierto período histórico. Los cambios, las revoluciones y las transformaciones son precisamente el advenimiento de la ruptura con la creencia predominante de una época que el filósofo español Ortega y Gasset llamó vigencia.

En consecuencia, los seres humanos actuamos más por creencias que por intereses. En todo caso, los intereses existen en un contexto cultural en que predomina una creencia o varias.

La pregunta es por qué creemos y en qué creemos. Hay varias respuestas. Por temor a aceptar la verdad que demuestre que nuestra creencia es falsa. Por la tendencia que existe en muchas personas de someterse al poder y al líder. Porque aceptamos la vida trascendental como sucede con las creencias religiosas. Por el miedo a ser libre, como sostuvo Erich Fromm. Porque nos han educado con los principios de una creencia. Como se ve, las respuestas pueden ser múltiples.

Por ejemplo, para algunos Augusto Pinochet fue un asesino; para otros, el salvador de Chile. Muchos justificaron los crímenes de Stalin y Hitler por creer que a pesar de todo la sociedad sería mejor. 

Ahora tenemos fundamentalistas del mercado y fundamentalistas del Estado. Rápidamente nos empieza a funcionar lo que llamamos el chip ideológico, lo que quiere decir que estamos más ideologizados que nunca en la era de la globalización. 

Esto significa que la ideología como cosmovisión cultural, aquella llamada ideología implícita, no ha muerto. Al respecto, la periodista y activista ecológica canadiense Naomi Klein afirma: “Los investigadores de Yale explican que la inmensa mayoría de las personas con cosmovisiones ‘igualitarias’ y ‘comunitarias’ intensas, aceptan el consenso científico sobre el cambio climático” y, por el contrario, la gran mayoría de quienes tienen visiones del mundo intensamente “jerárquicas” e “individualistas” rechazan ese mismo consenso científico.

Los primeros –dice el estudio de Yale– se caracterizan por su inclinación hacia la participación comunal o colectiva, su interés por la justicia social, preocupación por la desigualdad y suspicacia por el poder de la gran empresa. 

En cambio, los segundos se oponen a la ayuda del Estado “a las personas pobres y a las minorías”. Apoyan fuertemente a la empresa privada y están convencidos de que todos tenemos lo que merecemos.

Pongo la referencia del estudio hecho por los científicos de Yale porque se trata de la comprobación más precisa que se ha hecho a la fecha de que los seres humanos actuamos más por creencias que por intereses. Podemos decir entonces: Dime en qué crees y te diré quién eres.