(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Muchas veces me he preguntado, en la función pública y como observador de la vida nacional, por qué ha sido tan difícil, desde que se restableció la democracia en el 2001 y para todos los sucesivos gobiernos, mantenerse en sintonía con la población y conservar su apoyo. Más todavía cuando han sido años de gran inversión y crecimiento económico y de recursos inusitados en el Estado, que han permitido hacer muchísimas más obras públicas que en el pasado y, con todas las limitaciones, mejorar los ingresos de sus funcionarios y empleados.

Es notorio que todos los presidentes –desde Alejandro Toledo hasta Ollanta Humala, pasando por Alan García– terminaron sus gobiernos con una crisis de aprobación muy grande, al punto que sus respectivas agrupaciones políticas –que habían obtenido una mayoría en el Legislativo en la previa– no lograron tener una representación en el siguiente Congreso o esta fue mínima. En el caso de Pedro Pablo Kuczynski se iba por el mismo camino, pero otros factores, que todos conocemos, agravaron la situación.

Claro que hay explicaciones específicas para que cada uno de estos gobiernos terminara siendo impopular. Además, compartieron el cáncer de la corrupción, que ha sido, sin duda, uno de los factores del descrédito nacional de la política. Aunque, como también está presente en la mentalidad popular el “roba pero hace obra”, creo que es indispensable buscar explicaciones complementarias.

De ahí el título de este artículo. Los tiempos de bonanza económica del Estado que transformaron el país en estos casi 20 años (la oferta) vinieron acompañados de al menos tres fenómenos que hicieron que la demanda se disparara.

Veamos:

1. La reducción de la pobreza en el siglo XXI. Esta ha sido importantísima. Se ha pasado del 54% de pobreza monetaria, a la salida de Alberto Fujimori, al 22% en el 2017. Obviamente que esto es frágil, insuficiente y puede retroceder, pero el cambio es extraordinario. A la vez, ha venido acompañado de una emergente clase media. Si hasta fines del siglo XX básicamente la había en Lima moderna, hoy se ha extendido a muchos de los llamados conos de la ciudad, pero, más relevante, a casi todas las ciudades de la costa y varias importantes de la sierra.

Esta reducción de la pobreza genera posibilidades de ser menos dependiente del Estado, en el sentido clientelista de la palabra y, a la vez, hace que los ciudadanos sean mucho más conscientes de sus derechos a la salud, educación, buena infraestructura, etc. Y si bien, como hemos dicho, todo lo anterior ha ido mejorando paulatinamente, de ninguna manera se acerca a satisfacer las aspiraciones de la población en términos cuantitativos y cualitativos. En otras palabras, la brecha crece entre lo que ahora demandan las clases medias emergentes y lo que el Estado puede proveer. Un Estado que, en términos generales, no ha sido capaz de reformarse y modernizarse para que esto sea posible.

2. El inmenso poder de los medios de comunicación. Estos compiten por quién muestra más crudamente las falencias del Estado en la vida cotidiana y tienen el derecho legítimo de hacerlo, puesto que su función no es ver el vaso medio lleno, sino reclamar por lo que falta, que es muchísimo, a un Estado que, como ya hemos dicho, no tiene la capacidad para seguir llenando el vaso (que es cada vez más grande) al ritmo que la sociedad reclama. Eso es detectado por los medios de comunicación, día a día, y lo ponen en las primeras planas de los diarios y, más fuerte todavía, en las pantallas de la TV. Agréguesele el inmenso poder de las redes sociales como factor crítico de lo que el Estado (no) hace.

3. La sobreoferta de promesas. Cada cinco años y ante la creciente frustración de la sociedad, las campañas electorales renuevan el ciclo de promesas incumplibles como percibido requisito para poder derrotar al rival. Como es normal, eso genera de inmediato para el ganador una presión por que estas se cumplan y una inmensa frustración porque no se pueden cumplir. Los gobernantes viven con la espada de Damocles de lo que dijeron en campaña, ofreciendo lo que sea y donde sea, con tal de obtener un voto que luego, en la práctica, tendrán que traicionar. Esa visión cortoplacista de la política está también en la base de esta frustración.

Sin campaña electoral propia de por medio, un Martín Vizcarra crecientemente preocupado por lo que se le demanda y su situación en las encuestas parece caer en lo mismo. Por ejemplo, en una visita en Chimbote el pasado 29 de junio dijo: “…estos tres años que tenemos como gobierno se van a hacer más obras importantes que en muchos gobiernos completos de cinco años”.

¿Podemos seguir conviviendo con esta realidad o la pita ya está por romperse? Dicen que mejor es precaver que lamentar, pero esa no parece ser nuestra idiosincrasia.