(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Héctor López Martínez

El Comercio cumple hoy 180 años de existencia. Nació con vocación de perdurar y servir al país y ha cumplido largamente su propósito. Desde el 9 de octubre de 1841 el decano de la prensa nacional se publica en el tradicional e histórico solar de la esquina de las calles San Antonio y la Rifa, llamadas primitivamente Cañafe e Hijar, lugar desde el cual recibe y transmite, hoy como ayer, el testimonio veraz e independiente de todas las horas, esperanzadas o tristes, del acontecer local, nacional y mundial.

Las primeras ediciones de El Comercio se trabajaron en un taller ubicado en la calle Arzobispo N° 47, que se conocía como “la casa de la Pila”. Allí permaneció el flamante diario apenas 24 días. El 28 de mayo de 1839, El Comercio se trasladó a la calle San Pedro N° 63. Posteriormente se produjo el cambio definitivo a la esquina de la Rifa N° 68, que trocaría su nombre por el de Antonio Miró Quesada después de su trágica muerte, junto a su esposa, el 15 de mayo de 1935. Hace poco, súbitamente, la han rebautizado como Santa Rosa.

Manuel Amunátegui y Alejandro Villota, los fundadores, no estaban satisfechos con la casa de la calle San Pedro y por ello siguieron buscando un local aparente que les sirviera no solo como taller y oficina, sino también para vivienda. La finca de la Rifa, propiedad del coronel argentino Juan Francisco Pallardelli, llenaba estos requisitos y no fue difícil suscribir con él un contrato de arrendamiento que años más tarde se sustituiría por otro de venta. El acuerdo debió concluirse el 1 de octubre, o antes, pues en la edición del día 2 apareció un aviso comunicando que la imprenta se trasladaría el 15. Un anuncio posterior señalaba que la mudanza tendría lugar el 11. Finalmente, por razones que no hemos podido averiguar, se volvió a adelantar el cambio y ya el día 9 El Comercio se publicó en la Rifa.

El amplio solar de la Rifa, de una sola planta, era una típica construcción limeña, sin mayores pretensiones, con un patio grande –donde crecería un esbelto pino australiano– y numerosas habitaciones, conformando varios departamentos que se unieron de acuerdo con las necesidades del momento. Manuel Amunátegui radicó en uno de ellos hasta el fin de sus días, en 1886, tal como se recuerda en una placa de bronce que hizo colocar José Antonio Miró Quesada en una de las oficinas principales del actual edificio.

¡Cuánta historia se hace y se escribe en la esquina de la calle la Rifa! Allí, en la tertulia de Amunátegui y Villota, se multiplica y enciende la prédica liberal que tendría como resultado las grandes campañas periodísticas en pro de la libertad de los esclavos negros, en favor de los indígenas, en guarda –firme y documentada– de nuestra soberanía y patrimonio territorial. Por eso en un entonado editorial publicado en abril de 1863, Amunátegui pudo escribir, sin falsa modestia: “Los editores de El Comercio fundando este diario y sosteniendo con perseverancia, a través de toda borrasca y todo peligro, y mostrándose siempre liberales e independientes, siempre acuciosos por la propagación de toda luz y toda verdad, han hecho, pues, un señalado servicio a la consolidación y el progreso de las instituciones republicanas”. Amunátegui no exageraba en su aserto.

Después de la Guerra del Pacífico, bajo la conducción de José Antonio Miró Quesada y del doctor Luis Carranza, en los tramos finales del siglo XIX, El Comercio acelera su proceso de crecimiento y modernización. Ya estaba listo para ingresar a la etapa de las veloces rotativas, de los martillantes linotipos, de los grandes tirajes. Todo esto, obviamente, requería un nuevo local.

En 1919 un protervo ataque de la turba lanzada por Leguía apresuró la construcción de un nuevo local, moderno y seguro, sobre el mismo predio, que comenzó a levantarse con los mejores materiales nacionales y otros traídos desde Bélgica. El sólido y noble edificio actual se levantó sin que se interrumpiera en ningún momento la publicación del Diario, pues los talleres se fueron “desplazando” poco a poco en el nuevo local hasta ocupar su lugar definitivo.

Para los más jóvenes, sobre todo, les será difícil comprender lo que significó para la población capitalina la casa de El Comercio como fuente de información fidedigna. A ella llegaban las gentes cada vez que se producía algún acontecimiento político o un suceso importante nacional o internacional. Mediante pizarras, que se iban renovando conforme llegaban los cables, o con el ulular de su sirena –que “toda Lima” podía escuchar– el diario decano cumplía siempre, como hasta ahora, con su inabdicable misión de servir exclusivamente a su público y a la comunidad.