(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Hugo Coya

Este 2020 ha sido un año duro en extremo para la humanidad y, particularmente, para nosotros, los peruanos. La pandemia nos sumergió en una de las peores crisis de las que se tenga memoria, apenas comparable con aquella derivada de la Guerra del Pacífico. De la noche a la mañana, dejamos de ser el país emergente que miraba con gran optimismo hacia el futuro y que lideraba el crecimiento económico en América Latina para pasar a ser uno que ocupaba el primer lugar en el ránking nefasto que mide la tasa de muertos por millón de habitantes en el mundo a causa del COVID-19.

Perdimos familiares, amigos y conocidos; el sistema de salud colapsó; millones de personas se quedaron sin empleo; miles no pudieron continuar sus estudios por falta de dinero; miles de empresas quebraron; y la pobreza se elevó de manera efervescente. Como si todo esto no fuese suficiente, los congresistas decidieron en la última semana agravar la situación con la sorpresiva vacancia de Martín Vizcarra a escasos cinco meses de las elecciones generales, obviando las implicancias políticas, económicas y sociales que dicha decisión podría traer consigo.

Una vez más, la angurria, el cálculo electoral, las cuentas no saldadas, los viejos rencores, las disputas tribales, la manipulación y las negociaciones oscuras se pusieron por delante de los intereses nacionales dentro de ese archipiélago de egos y ambiciones en el que se ha transformado el Parlamento.

Es cierto que Martín Vizcarra debe responder ante el Poder Judicial por los graves delitos que se le imputan cuando fue gobernador de Moquegua y por el Caso ‘Richard Swing’, al igual que ha ocurrido o viene ocurriendo con todos los ocupantes de la Casa de Pizarro de las tres últimas décadas, con la honrosa excepción de Valentín Paniagua. Entonces, ¿no se podía esperar a que concluyese su mandato en lugar de someternos a un golpe traumático de timón y enfrentarnos al hecho de tener tres presidentes en una semana?

Como en toda crisis, existen varias aristas. Vizcarra tiene parte de la culpa al mantener como forma de gobierno una permanente confrontación con el Legislativo (en lugar de procurar el diálogo), haberse negado a capitalizar la popularidad que obtuvo luego del cierre del Congreso anterior y no presentar candidatos que le hubiesen prodigado una bancada sólida a fin de permitirle cumplir su mandato con tranquilidad para el bien de la ciudadanía. Este grave error, sumado al hecho de llegar confiado y con la espada desenvainada al día en el que se debatió su vacancia –en el que les enrostró a los legisladores que 68 de ellos tenían cuentas pendientes con la justicia–, hicieron el resto.

Si existe algo rescatable de esta terrible situación es que decenas de miles de jóvenes han salido a las calles en todo el país para reclamar, no necesariamente por la reposición o en respaldo del mandatario vacado, sino para expresar su hartazgo por aquella forma de hacer política, la menuda de viejo cuño: aquella que se pone al servicio de intereses subalternos, que ha corroído todos los ámbitos de la sociedad peruana, y que ha alejado a hombres y mujeres honestos para atraer a caciques con mucho billete y poca monta. La enorme presión social hizo que dieran marcha atrás en la pretensión de elegir a los nuevos miembros del Tribunal Constitucional (TC) y empujó a Manuel Merino a presentar su renuncia, apenas cinco días después de haber asumido el cargo.

Al margen de estas conquistas, los partidos con representación en el Congreso que hoy cubiletean con el destino del país no parecen dispuestos a darle más oídos a los menores de 30 años que reclaman –con justa razón– un cambio. Tampoco parecen entender que esos jóvenes representan un 30% del electorado. Ellos y ellas les están enviando un mensaje claro: no continuarán tolerando que se tomen decisiones a sus espaldas ni permitirán que comprometan nuevamente su porvenir de manera irresponsable.

Los anales de la historia están llenos de capítulos que nos hablan de precursores, próceres y sus gestos heroicos, así como de quienes no estuvieron a la altura de las circunstancias en momentos cruciales para la patria. Cada uno de los parlamentarios, con sus respectivos líderes, tendrán que responder algún día en ese juicio que –se avizora– no será benigno con muchos de ellos y que será implacable a la luz de lo que vienen haciendo.

La reconstrucción nacional que sobrevendrá después de esta pesadilla será larga, compleja, carente de sencillez y resultará imposible de lograr sin aquellos que ahora se manifiestan en las calles y plazas. Sostenía el historiador Jorge Basadre que “la juventud verdadera es alegría de vivir a la vez que curiosidad ante lo venidero, desafío frente a las dificultades, aptitud para entusiasmarse, para indignarse y para admirar, sensibilidad ante lo verdadero, lo bueno y lo bello, don de ser generoso, afán profundo porque el mundo no se reduzca a una chacra podrida, a un páramo congelado o a una fogata que arde sin iluminar”.

Recordar las palabras del sabio nos concede un atisbo de esperanza de que la irrupción de los jóvenes a la política activa constituye un soplo de aire fresco en estas horas aciagas. A ellos les corresponderá enderezar el camino que las anteriores generaciones, con sus vicios a cuestas, no pudieron lograr, a fin de rescatar la riqueza de lo que genuinamente fuimos, somos y podemos llegar a ser algún día.