(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)

Siempre que hay una crisis grave se habla de la necesidad de un gabinete de consenso, de unidad nacional y, abusando de Arguedas, de “todas las sangres”. Por suerte ello no pasa de la retórica, porque todas las posiciones juntas gobernando generarían un sancochado intragable. Los consensos son muy importantes y tienen que ver con lineamientos generales de políticas y se ven en el Acuerdo Nacional.

Este es pues un gabinete de una de las varias sangres que confluyen en el escenario de la política peruana actual. Uno de centro, liberal en valores, de profesionales con experiencia, con apoyo de una parte importante de “la calle” y recibido con alivio por la mayoría del empresariado. Pero, a la vez, para bien y para mal, es un gabinete que no tiene mucho conocimiento de los tejes y manejes de la política criolla.

Pero hay “otras sangres” que son parte del escenario político.

Empecemos por los 105 congresistas vacadores. Ellos expresan a casi todos los partidos con presencia en el Congreso (y se supone que representan aún a una parte de sus votantes). Sus posiciones y motivaciones no se parecen demasiado al gobierno que tuvieron que aceptar. Y, más allá, de que con el merecido repudio que generaron hayan caído a 9% en la última encuesta, en la anterior medición tenían 32%. Ello debido a la orgia de medidas populistas aprobadas (e incubándose) que, siguiendo la línea de que las corvinas pueden nadar fritas en su limón, entusiasman a personas que la están pasando muy mal por la pandemia.

No sería consistente el Gobierno si cede al populismo cortoplacista, que ya va acumulando facturas que el próximo tendrá que pagar. No creo que vaya a ocurrir, como tampoco que, como consecuencia de ello, el Congreso le vaya a negar la confianza. No serían solo irresponsables sino suicidas, dada la lupa ciudadana puesta sobre ellos.

Otro sector que tampoco está expresado es la izquierda, que en sus diferentes vertientes está obsesionada con que la solución a los problemas del país es refundarnos vía una nueva Constitución (¡sí, de nuevo y ya van 12!) y que cuenta con el activismo de un sector de “la calle”.

El presidente les ha dicho bien que eso es inoportuno y que no los va a apoyar. Quizás pudo ser más enfático: una cosa es hacer cambios necesarios a la Constitución y otra elegir una Asamblea Constituyente –objetivo en el que convergen los partidos de Antauro Humala, Verónika Mendoza y Marco Arana–, lo que paralizaría al país al menos dos años más, justo cuando requerimos recuperarnos de cinco de crisis política y reencauzar una economía tan magullada por la pandemia.

Si ese argumento no es suficiente, súmesele que ya miembros de varios partidos de la coalición vacadora se vienen subiendo a ese carro, pensando que ahí encontrarán la popularidad perdida y la posibilidad de seguir “representándonos”. Solo pensar que gente que ha convertido a este Congreso en el peor de la historia pase a integrar esa Asamblea, debiera dar escalofríos.

Otra de las sangres es la de la derecha conservadora, que representa a un sector no menor de la población; uno que se expresó con fuerza en el gabinete Flores-Aráoz y que tiene simpatías en un sector de los empresarios (sobre todo en los de más edad).

Ellos expresan también una visión muy diferente a la del Gobierno. Parafraseando a Renato Cisneros, la distancia que separa la visión del mundo de Ricardo Cuenca con la de su breve predecesor, el almirante Fernando D’Alessio, es sideral.

Un gobierno nunca expresa a toda la población y a todos los sectores políticos. Aun así, gobernar en democracia requiere considerar los distintos puntos de vista e interactuar con ellos. Pero el éxito o fracaso de su gestión no se va a medir por cuanto complace a sus diferentes antagonistas políticos (lo que es imposible sin traicionarse), sino en su capacidad de hacer las cosas bien.

CODA: Además de los grupos que actúan dentro de la democracia, el Gobierno enfrenta la amenaza de una huelga policial, promovida por algunos vetustos policías retirados (de esos que tiran la piedra y esconden la mano), apoyados por algunos políticos (no precisamente entre los más honrados). No hay que tener miedo a esas amenazas. La gran mayoría de los policías conoce de las verdaderas motivaciones de quienes promueven esto; y, los que dudan, saben que de involucrarse serían ellos (y no los azuzadores) los que pagarían el precio de una medida política ilegal, que sería sancionada como corresponde.

Una policía reconciliada con la población y una población reconciliada con la policía es el mejor escenario para que los gobiernos atiendan las necesidades de la institución y el bienestar de sus miembros.