(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

La primera vez que en el Perú ocurrió un enfrentamiento abierto entre la presidencia de la República y el fue hace poco más de un siglo, entre 1912 y 1914, con ocasión del gobierno de Guillermo Billinghurst. Un pleito que no dejaba de resultar curioso porque, para mayor similitud con el presente, el presidente debía su puesto al mismo Congreso que, aquella vez, ante la confusión y el desorden de las elecciones, había determinado su investidura. Pero el Congreso estaba dominado por el Partido Civil, al que se oponía don Guillermo, un hombre salido de las filas del partido pierolista, aunque este no lo había apoyado en su candidatura. La elección de Billinghurst, un empresario del salitre de la perdida provincia de Tarapacá, había sido en cierta forma impuesta por las masas limeñas. Ganadas estas por la promesa del “pan grande” para la mesa popular y su discurso contra la oligarquía civilista que desde hacía una década gobernaba el país, pusieron al Congreso contra las cuerdas para que validase la elección del tarapaqueño.

Por aquel entonces, los congresistas no gozaban de sueldo ni de asesores. Cobraban solo unas dietas por cada legislatura, y unos “leguajes” que se determinaban de acuerdo con la distancia de sus terruños con la capital. Esto mismo hacía que sus miembros proviniesen de la oligarquía terrateniente o comercial, ya que para dedicarse a la política había que tener muy buena renta. También ocupaban los escaños las grandes figuras del derecho, alineadas con algunos de los partidos en liza, cuyas intervenciones en el Parlamento eran piezas oratorias de gran factura. La república que denominó “aristocrática” tenía esas virtudes; a costa, claro, de la exclusión del juego político de los grupos mayoritarios.

El presidente quería disolver el Congreso y, aprovechando de su popularidad, organizar nuevas elecciones en las que preveía obtener mayoría en el Legislativo. Comenzaron a divulgarse “actas” en las que grupos de ciudadanos así lo solicitaban, demandando un “plebiscito”. Pero la prensa estaba del lado del Congreso, cuyo funcionamiento, declaraban medios como El Comercio y “Variedades”, era la garantía del orden republicano.

El segundo episodio ocurrió unas décadas después, durante el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), quien, al igual que Billinghurst, carecía de partido. La coalición que lo ayudó a ganar las elecciones se rompió pronto, y el presidente pasó a enfrentarse a un Congreso encabritado, en el que el , la Unión Revolucionaria (el partido formado por Luis Miguel Sánchez Cerro) y los representantes del viejo civilismo, que se habían agrupado tras la candidatura del general Ureta, contaban con una amplia mayoría. Pero Bustamante no planeaba cerrar el Congreso, sino que aspiraba a llegar a algún tipo de acuerdo con sus variopintos integrantes. El clima era de honda crispación y la incertidumbre económica que se vivía tras el final de la Segunda Guerra Mundial no hacía más que aumentar la zozobra.

Veinte años después tuvimos una nueva edición de este choque de poderes, que ya comenzaba a convertirse en un clásico de la historia de la república. El presidente (un apellido que ha acompañado la política peruana desde los comienzos del siglo pasado) enfrentaba en el Congreso a la oposición mayoritaria de la coalición formada por el Apra y la Unión Nacional Odriista (UNO), que censuraba uno tras otro a sus ministros y gabinetes, amparada en una Constitución, como la de 1933, que no tenía el mecanismo de la actual, que permite al presidente disolver el Congreso en el caso de dos rechazos a una cuestión de confianza. El último episodio, antes del actual, fue el de la presidencia de que, llevado al Palacio por la oposición a la candidatura “neoliberal” de a, carecía en el Congreso de una mayoría propia.

¿Cómo va el marcador en este clásico? En el primer episodio, el de Billinghurst, terminó con el triunfo del Congreso, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, que en estos pleitos fungió durante el siglo XX de poder dirimente. El presidente fue derrocado por un levantamiento militar dirigido por el coronel Benavides. En el segundo, el golpe del general Manuel A. Odría terminó con el conflicto, defenestrando a Bustamante de la presidencia, pero terminando también con los sueños del Apra de ganar las siguientes elecciones. Algo similar ocurrió con el tercer episodio, en el que cupo al general Juan Velasco Alvarado desalojar al presidente Belaunde de Palacio, al tiempo que cerró el Congreso por el lapso más prolongado de la historia de la república. En el cuarto se impuso el Ejecutivo, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, en el recordado autogolpe del 5 de abril de 1992.

En el episodio actual varias características son novedosas. Las Fuerzas Armadas parecen ya no ejercer su papel dirimente, a la vez que organismos como el Ministerio Público y el Poder Judicial cobran un protagonismo, quizás involuntario. En una columna de hace tres años advertí que , ya que todos los casos anteriores habían terminado mal; esto es, con la ruptura del orden constitucional. Esperamos que esta vez no suceda.