Cuando en 1887 Lord Acton sentenció famosamente que “el poder corrompe; y el poder absoluto corrompe absolutamente”, tal vez no sabía cuán equivocada y a la vez acertada sería su predicción. Equivocada, porque no estaba oponiéndose a ningún emperador o rey particular, sino a la doctrina de la infalibilidad papal promovida por el papa Pío IX (“Pío Nono”) en el Concilio Vaticano I. Casi 135 años después, ella no solo no ha sido abusada, sino que apenas fue usada una sola vez por el papa Pío XII en 1950 (Asunción de la Virgen).

Por el contrario, en lo terrenal, el dictum se ha cumplido con creces una y otra vez, sobre todo en el siglo XX, con el costo de millones de vidas truncadas por el totalitarismo, que es la concentración absoluta del poder, el cual ha significado la corrupción de los tiranos en un sentido moral amplio; no solo haciéndolos desviar bienes públicos para la satisfacción de intereses privados (como se entiende en la gestión pública moderna), sino envileciéndoles profundamente el alma.

Ahora bien, muchas sociedades deben pasar por una concentración absoluta del poder: el famoso momento constituyente. Una asamblea constituyente es un poder absoluto porque es el poder originario. Podríamos decir, siguiendo con los paralelos teológicos, que es al ordenamiento jurídico lo que, según Aristóteles y Santo Tomás, es Dios al universo: motor inmóvil, causa incausada. Funda su propia legitimidad. No debe obediencia a nada previo: ni a los términos de su convocatoria ni a quien la firmó. Una constituyente puede disolver al Congreso o destituir al presidente que la convocaron (de ahí que es absurdo, o circular, condenar como “dictatorial” el origen –no el contenido– de cualquier constitución: todas nacen de una situación inconstitucional, o preconstitucional).

Cuando el constitucionalismo funciona, la constitución es una suerte de suicidio del poder absoluto: establece las reglas de desconcentración del poder y fija los poderes constituidos, que deben ser limitados. El momento constituyente, entonces, es una energía social a la vez concentradora y entrópica; amalgama el poder para inmediatamente repartirlo. Es excepcional, espontáneo, no inducido. Solo así cumple con su razón de ser.

Pero los momentos constituyentes también pueden ser manipulados. Conforme los golpes de estado militares –otra forma de reconcentrar el poder– se volvieron improbables, la figura de la constituyente ha sido usada para mantenerlo concentrado. Así, , tras fracasar con un golpe militar tradicional, hizo una constitución a su medida y se perpetuó. Otros caudillos latinoamericanos lo emularon, con éxito. Algunos dirán que Fujimori fue su antecedente. Puede ser, pero los hechos devinieron muy diferenciadamente: Fujimori fracasó, porque perdió el poder y la constitución se mantuvo, limitando a sus sucesores. La Constitución del 93, entonces, pasó de ser una “semántica” (al servicio de un caudillo) a ser una “normativa” (legítima), para usar la nomenclatura del jurista alemán Karl Lowenstein (como he desarrollado en “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (constitucionales)” en: O’Neill, Cecilia. “El Derecho va al Cine”. Lima, Universidad del Pacífico 2013. Págs. 123-154). No por legítima es perfecta; requiere enmiendas incrementales, como (11.9.21).

La dupla Cerrón-Castillo añora tener una constitución a su medida, retrocediendo en la legitimidad construida en estos 20 años. Aun cuando su nefasto proyecto plebiscitario de asamblea –, como se ha convertido en sello de este Gobierno– , no debemos olvidar ni minimizar este intento totalitario, porque así como hoy no tiene viabilidad aparente –no la tuvo Chávez al principio–, podría adquirirla en el futuro si lo permitimos. Así, deberíamos tomarnos más en serio la constitucionalidad vigente, mistificarla un poco más. Tengo para mí que los Papas han autolimitado el uso de la infalibilidad porque en lo más profundo creen que el mismísimo Espíritu Santo habla por sus bocas cuando lo aplican. En cambio, estos caudillos no se la creen de verdad cuando alegan hablar por “el pueblo”. Tal vez el primer pequeño cambio que tanto añoramos para mejorar nuestra política sería cambiar nuestra mentalidad para acoger una suerte de sacralidad republicana que mire al ciudadano más como los católicos a Dios, y a la Constitución como una Biblia. Ninguno de ellos, por cierto, infalible, pero sí como los venerables fin e instrumento, respectivamente, del legítimo poder.

Gonzalo Zegarra Mulanovich es consejero de estrategia