El presidente Martín Vizcarra aseguró que el Ejecutivo respaldará al policía que está en prisión por abatir a un presunto delincuente en Piura. (Foto: GEC)
El presidente Martín Vizcarra aseguró que el Ejecutivo respaldará al policía que está en prisión por abatir a un presunto delincuente en Piura. (Foto: GEC)
Fernando Rospigliosi

El presidente intervino otra vez en el sistema judicial, esta vez respaldando al juez Richard Concepción Carhuancho, que recientemente decretó la prisión preventiva por 36 meses de la líder de la oposición política a Vizcarra, Keiko Fujimori. Antes había defendido, con éxito, a los fiscales que pidieron a ese juez enviar a la cárcel a Fujimori.

Los fiscales y el juez pueden tener o no justificación para las decisiones que han tomado, pero la intervención del presidente de la República apoyando reiterada y explícitamente a los magistrados que, con razón o sin ella, envían a prisión a sus adversarios no es una muestra de respeto a la democracia, la división de poderes y la imparcialidad del sistema judicial.

Es una necedad, por supuesto, el hipócrita argumento de los vizcarristas en el sentido de que se trata de una simple opinión del presidente. Vizcarra no es cualquier ciudadano de a pie que opina lo que le parece. Es la persona con más poder en el país que, además, acaba de demostrar que puede poner y quitar a los más altos magistrados del sistema, como sucedió con el ex fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, al que atacó desde el primer día en el cargo y al que presionó descaradamente –incluyendo un proyecto de ley para echarlo– hasta que logró su renuncia.

Y ha conseguido también su reemplazo por una fiscal con rabo de paja y complaciente con el gobierno, cuya primera decisión fue remover al fiscal Alonso Peña Cabrera, que estaba distanciado de los magistrados adictos al gobierno.

Con el Congreso crecientemente amedrentado y sometido, un sistema judicial al que va subordinando, el Tribunal Constitucional con una mayoría que se inclina casi siempre con fallos que agradan al gobierno, la concentración del poder parece avanzar con pocos obstáculos.

Otro aspecto de la amenazadora faceta que está mostrando Vizcarra, ha sido su respuesta a las críticas cuando se ha revelado que mintió sobre su relación con Odebrecht y otras empresas constructoras. Como bien ha señalado El Comercio en un editorial, “el mandatario ha reaccionado, además, con torpeza peligrosa. ‘Que algún político cuestione nuestro accionar nos tiene sin cuidado, porque nosotros tenemos la solidez de un trabajo correcto y honesto […]. Y eso le consta al pueblo. Y por eso el pueblo apoya y respalda’, ha sentenciado… Una enésima versión de la dicotomía maniquea entre el ‘pueblo’ y el virtuoso líder no-político por un lado, y los ‘políticos’ matreros por el otro, de la que tantos caudillos antidemocráticos se han valido en la historia.” (17.1.19).

En efecto, una característica de los caudillos populistas es establecer una relación directa con el pueblo, descartando a los intermediarios –partidos políticos, Congreso, etc.– y proclamándose como auténticos intérpretes de la voluntad del pueblo. No es la primera vez que lo dice, por cierto. Por ejemplo, cuando se discutía el referéndum, le espetó a sus opositores: “Yo personifico a la Nación. El presidente de la República personifica, yo represento a todos los peruanos”. (El Comercio, 13.9.18).

Otra característica del populismo es buscar permanentemente un enemigo, real o imaginario, al que atacar y demoler. Y dividir la sociedad entre los buenos y los malos, blanco y negro, sin matices ni zonas grises. Como señala Enrique Krauze, en un libro titulado precisamente “El pueblo soy yo”, todo populismo “postula una división entre ‘los buenos’ y ‘los malos’, que históricamente es de viejo cuño: los jacobinos precursores remotos, emprendieron la lucha contra los aristócratas y ‘émigrés’; los comunistas y fascistas contra la burguesía; los nazis contra los judíos y los bolcheviques”.

Esa es probablemente una de las razones por las que el presidente Vizcarra se ha enredado mintiendo sobre su relación con Conirsa, Odebrecht y Graña & Montero. No hay ningún indicio que esa vinculación de negocios tuviera algo ilícito, ni que esas empresas en ese momento fueran consideradas corruptas. Pero él y sus aliados acusan, muchas veces sin fundamento, a sus adversarios de ser prácticamente delincuentes porque tuvieron una conversación con César Hinostroza, conocieron a Antonio Camayo o recibieron un par de entradas de Edwin Oviedo. En ese mundo de fantasía de blanco y negro que ellos han creado, el haber sido socio o contratista de Odebrecht o apoderado de GyM es igual o peor que cualquiera de esas cosas. Por eso Vizcarra miente y niega lo evidente.

En suma, se va construyendo un caudillo antidemocrático con el respaldo y el aplauso irresponsable de una coalición donde priman oscuros intereses.