(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Tenemos sobradas razones para ser pesimistas sobre nuestro presente y futuro. Los recientes audios destapados, que desnudan las corruptelas y taras típicas del sistema judicial, parecieran ser un reflejo de nuestra realidad, solo que a nivel fractal. Y si bien la ciudadanía ha reaccionado asqueada frente a la podredumbre, sabemos que no será ni la última ni la peor de las expresiones que nos esperan. La mayoría de los peruanos somos honestos, y deseamos un futuro mejor para nuestros hijos; pero por algo estamos a la cola en los índices de calidad institucional, de calidad educativa y sanitaria, y demás.

Hay pues razones para ser pesimistas, pero también innumerables razones para ser optimistas y mirar el futuro con esperanza. En los últimos 20 años, por ejemplo, nuestros ingresos por persona se han multiplicado por tres, nuestra expectativa de vida varía entre los 75 y los 80 años según distintas fuentes y la pobreza se ha reducido a menos de la mitad. Son cifras difíciles de creer, pero ciertas. Aun con todas las taras institucionales, aun con todas las cargas regulatorias y los sobrecostos producto de la informalidad y la corrupción, aun con la altísima imposición que suponen quienes medran de la productividad de esos millones de peruanos honestos, estamos construyendo una sociedad más fructífera e igualitaria (nuestro coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, se ha reducido de 56 a 43 puntos en el mismo lapso).

Mejoras de este tipo no se dan por casualidad, menos aun por designios místicos. En simple, es el fruto del trabajo y esfuerzo de millones de compatriotas que aprovecharon el último episodio de crecimiento global (sostenido en las dos grandes locomotoras asiáticas: China e India). Ese esfuerzo usufructuó una ventana de oportunidad, es cierto, pero también se favoreció de aquellas reformas –principalmente económicas– que hoy damos por descontadas.

El mundo seguirá beneficiándose del crecimiento asiático, pero cada vez será más difícil para países como el nuestro participar de dicho proceso. En 20 años, varios de nuestros principales productos de exportación (cobre, oro, harina de pescado, textiles de algodón, entre otros) verán a sus sustitutos en pleno desarrollo. La robotización, la genómica y la nanotecnología, entre otros, serán los nuevos pilares de crecimiento y desarrollo. ¿Estaremos preparados para esa nueva era? ¿Nuestras empresas serán parte de la futura cadena de valor? ¿Nuestra fuerza laboral será capaz de competir en dicho escenario? ¿Nuestro Estado será eficiente y moderno?

Lo que nos lleva a la derivada: ¿hay espacio para el optimismo? ¿Cabe la esperanza? Vistas las cosas, es muy difícil –casi imposible– realizar, en el corto tiempo que queda, las reformas necesarias para converger con la frontera tecnológica. Pero hay un hecho que no debemos perder de vista: los peruanos hemos demostrado, una y otra vez, ser resilientes frente a los embates y el cambio. En 1978, nuestros ingresos reales eran casi 10% mayores que los de 1998 pero, para empeorar las cosas, enfrentamos al poco tiempo la brutal guerra contra el terrorismo y la hiperinflación. Fuimos, por un momento, un país fallido. Hoy, aun con nuestras taras y deficiencias institucionales, podemos reconocer esa capacidad para levantarnos de las cenizas. ¿Por qué no podríamos ser más ambiciosos con nuestro futuro, a sabiendas de que nos encontramos en mejores condiciones?