(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Carmen McEvoy

Existen documentos históricos cuya lectura nos permite viajar a través del tiempo. Papeles viejos cuyas palabras, a manera de un conjuro, evocan momentos disueltos en el éter. Uno de los textos que más me ha impactado es la carta enviada, en mayo de 1882, por los miembros de la Corte Suprema del Perú al jefe de la ocupación, Patricio Lynch. El contexto de la misiva, firmada por su presidente Juan Antonio Ribeyro y los vocales de turno, era el copamiento de las instituciones peruanas por parte de la maquinaria político-militar chilena. Su objetivo, como bien sabemos, era no solo anexar la provincia salitrera de Tarapacá sino ejercer presión sobre los magistrados peruanos para que “administraran justicia” en un país que había sido despojado de la mayoría de sus instituciones.

No sé si esta misiva que encontré en el Archivo Militar de Santiago, y que publiqué en mi libro “Chile en el Perú: la ocupación a través de sus documentos”, está en nuestros repositorios. Lo que sí recomiendo es que los miembros del la busquen y la lean para que conozcan uno de los hitos de su institución, cuyo intento de secuestro fue confrontado, hace 136 años, con coraje y dignidad. La reflexión que surge luego de analizar la carta de “la resistencia jurídica” es que un puñado de magistrados peruanos apelaron a la tradición republicana para desafiar, en inferioridad de condiciones, el poder de las armas.

“La Corte Suprema en las circunstancias difíciles que atraviesa la república debe manifestar como nunca entereza para defender los derechos de la soberanía nacional, dignidad para no consentir que sus fueros sean atropellados sin miramiento y sin ninguna autoridad y circunspección para no promover conflictos que agraven la situación por sí misma ya de intenso malestar. Firme en sus propósitos, así como ha preservado la jurisdicción que la nación ha puesto en sus manos, de las emergencias que tan frecuentes e inesperadas son en los tiempos revueltos de las ocupaciones militares, de la misma manera jamás ni so pretexto alguno faltará a su crédito tradicional, dejando que la institución respetable que simboliza uno de los principios cardinales del sistema representativo sea arrastrada por la corriente de las pasiones que la guerra trae consigo”.

A pesar de lo reveses militares que el Perú sufría, de la ocupación territorial e incluso de la ausencia de un gobierno capaz de ejercer sus facultades y sostener la independencia y unidad nacional, las instituciones de la república –opinaban los supremos– no se habían perdido. Porque ni siquiera la guerra podía destruir los principios que la civilización y el derecho consagraron como dogma internacional. Más aún, la Corte Suprema había sobrevivido, tal como sobrevivían las grandes verdades que eran, de acuerdo con sus miembros, universales. Es por ello que alzaban su voz para denunciar los abusos cometidos, subrayando la intromisión de los expedicionarios, en especial el hecho de que los archivos judiciales estuvieran a merced de “extrañas autoridades y personas”. Imbuidos de la convicción de que la historia les haría justicia, los magistrados decimonónicos defendieron con sus palabras y acciones “el depósito sagrado” que “la nación y sus leyes veneradas” colocaron bajo su custodia.

De esa estirpe proba y valiente provienen muchas magistradas y magistrados peruanos, entre ellos Domingo García Rada, a quien Sendero Luminoso intentó asesinar. Porque junto a esta carta tan poderosa, escrita en 1882, que expresa un respeto casi místico a “las leyes veneradas” de la república, es necesario leer las “Memorias de un juez”, publicadas por García Rada con el beneplácito de Jorge Basadre en 1976. “Memorias de un juez” cuenta la historia de un hombre de leyes que, sabiendo que podía ser deportado, se atrevió a decirle no a un dictador que, como fue el caso del general Odría, pretendió manipularlo para crear una judicatura hecha a su medida. Hay que subrayar que para García Rada, quien moderniza el Jurado Nacional de Elecciones, la virtud más importante de un juez era la honestidad, además de la convicción de que las instituciones trascendían a las personas. Dos cualidades que en estos tiempos parecen estar desapareciendo en el Perú. Sin embargo, como muy bien lo señalaron, en 1882, los miembros de una Corte Suprema acorralada, los principios y las ideas nobles nunca mueren, sino que viajan en el tiempo para encarnarse una y otra vez.

Cómo no recordar, entonces, el temple y el patriotismo de la fiscal Ana Cecilia Magallanes, quien enfrentó, hace casi 20 años a la que carcomía la entraña del Estado. La labor de la Dra. Magallanes fue clave en el juicio a los cerca de 1.500 miembros de la red criminal encabezada por Vladimiro Montesinos. Sus esfuerzos condujeron al arresto de un ex presidente, además de generales, jueces del Tribunal Supremo y dueños de los medios de comunicación al servicio de una estructura mafiosa, contribuyendo, asimismo, al proceso de recuperación de los cientos de millones de dólares robados al Estado Peruano.

Es necesario traer a la memoria los nombres y acciones de los magistrados honestos, así como aplaudir la valentía de tantos fiscales y jueces que tienen en Magallanes un notable modelo a seguir. Lo que nos remite a una idea fundamental: nuestra república, que pronto cumplirá 200 años, fue fundada por abogados comprometidos con su moral pública y su bienestar material. Es por ello que no me cabe la menor duda de que saldremos de esta prueba si apelamos a dicho ejemplo movilizador y a una reforma profunda y eficiente; sin olvidar la altura de miras que coloque al Perú por encima de las ambiciones personales que tanto daño le siguen causando.