Ya son más de 27 semanas desde que se decretó el Estado de emergencia en nuestro país. Si lo ponemos en términos de desarrollo humano, en ese tiempo un feto ya está bastante desarrollado, mide más de 30 centímetros y pesa más de un kilo. En poco más de seis meses se ha gestado una vida que se abre camino hacia un largo futuro.
PARA SUSCRIPTORES: Cuadro clínico, por Richard Webb
Nosotros los peruanos, en cambio, en estas 27, semanas hemos tenido que retraernos y mirar hacia adentro. Nos hemos escondido en el útero casero, para no enfrentar un mundo amenazante. Ya son demasiados meses sin abrir el negocio, sin vender un solo vestido de fiesta, sin transportar turistas, sin tener la peluquería copada con lista de espera para las clientas, sin mirar con orgullo las mesas llenas del restaurante.
El tiempo ha pasado y el entusiasmo inicial por reinventarse se empieza a marchitar, cuando el empuje se transforma en trabajar el doble de horas por la mitad de ingresos.
Las anteriores crisis que hemos superado tenían causas bastante concretas: el terrorismo destruía caminos, torres de alta tensión, se llevaba pueblos enteros. La hiperinflación fue culpa de las peores medidas económicas adoptadas por un presidente irresponsable. Los terremotos han desplomado casas, negocios y se han cobrado miles de vidas. El Niño costero pasó con sus huaicos sobre la vida y bienes de miles. En todos estos casos, emblemáticos para los peruanos, había una sensación de inevitabilidad. De resignación, de levantar la mirada al cielo rogando para tener la fuerza de levantar lo destruido y volver a empezar.
El coronavirus, en cambio, en términos estrictos, no ha destruido nada: ahí está la fábrica que hasta hace unos meses producía el triple de lo que produce hoy. Al restaurante no se lo ha llevado el río, tiene sus mesas, sus fogones, sus menús, pero le faltan los clientes. Los aviones continúan parados en los aeropuertos, los hoteles vacíos, los gimnasios fantasmales, los teatros no levantan sus telones, el cine se está convirtiendo en un recuerdo del pasado. Los peruanos han visto desde las ventanas de sus casas cómo todo aquello por lo que trabajaron años se llenaba de polvo y de telarañas.
Esta crisis es desesperante, porque dadas las circunstancias el Gobierno tuvo que tomar la drástica decisión de obligar a los ciudadanos a que dejaran de trabajar. Les arrebató la fuente de su sustento para cuidar su salud; podríamos decir que tuvo que elegir entre volverlos pobres o cadáveres.
Y esa elección, esas medidas, que por supuesto pueden ser cuestionables y deben ser evaluadas, está generando un estado de ánimo particular: la gente está harta. Los adultos mayores, otrora más obedientes y asustados, cuelgan quejas en las redes sociales porque les impiden entrar a tiendas o restaurantes. Los jóvenes, adolescentes y niños están empezando a odiar las computadoras y las clases online. A pesar de que estamos iniciando la cuarta etapa de reactivación económica, los peruanos sienten que la camisa de fuerza se afloja demasiado lento, y que para cuando tengan totalmente libres las manos será tarde. La telaraña en la cocina del restaurante lo habrá cubierto todo hasta asfixiar el negocio; como ya lo hizo con todos aquellos que cerraron sus puertas y colgaron el letrero de se alquila como acta de defunción.
Literal y figurativamente, en estas 27 semanas a los peruanos se nos ha obligado a agonizar. Una bomba mata, un huaico se lleva la casa, un terremoto tumba un negocio; pero el coronavirus nos obliga a asistir a nuestra propia muerte atados de manos. Y eso, 27 semanas después, se está volviendo material y psicológicamente insoportable. Se está transformando en una bomba de tiempo que puede explotar en las próximas elecciones.