"Una vida que nos espera es lo mejor que nos puede pasar. Mientras tanto, en estos tiempos, se trata de sobrevivir". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Una vida que nos espera es lo mejor que nos puede pasar. Mientras tanto, en estos tiempos, se trata de sobrevivir". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alonso Cueto

Ver las calles de varias ciudades holandesas con incendios, saqueos y desmanes me recuerda la entrevista al doctor Juan David Nasio en el diario “Clarín”. Según Nasio, un nuevo fantasma psíquico recorre el mundo. La “ ” es un manto que se extiende sobre una multitud de nuevos enfermos. Se trata de una “tristeza irritable” que hace que los pacientes que ve se sientan enojados con la realidad y, de paso, con el sistema. La depresión COVID-19 es una “tristeza ansiosa, es una tristeza atormentada y además es una tristeza irritable”. Nos sentimos frustrados por todas las privaciones y restricciones.

No solo se trata de que no podemos ir a las playas o a los locales públicos. Se trata de que la vida ha cambiado. Nasio afirma que “el deprimido COVID-19 no cree más en nada”. Vivimos en un momento en el que desconfiamos de todos los sistemas.

Las restricciones son necesarias y eran urgentes, como todos sabemos, pero eso es lo único que sabemos. No sabemos, en cambio, si vendrán nuevas variantes del virus y cuántos nuevos muertos habrá cada día. Se acabó el futuro, dice Nasio. Estamos confinados no solo a nuestras casas, sino al presente.

Es por ese “ahogo en el presente” que Nasio pide a sus pacientes traer fotos de sus familias. Ese sistema hace que la persona salga de ese presente y tenga “un momento de reposo con el pasado”. Recordar el pasado nos hace pensar que el futuro existe y que una vida nos espera.

Una vida que nos espera es lo mejor que nos puede pasar. Mientras tanto, en estos tiempos, se trata de sobrevivir.

Para eso, es difícil pero necesario asimilar que todo ha cambiado. O casi todo. Han cambiado las palabras. Hace poco más de un año, términos como “confinamiento”, “coronavirus” y “COVID-19” tenían otro sentido o no existían. Han cambiado las costumbres. Han cambiado las relaciones (hoy vemos todos los días a las personas con las que convivimos y, por lo general, solo hablamos por teléfono o por zoom con los amigos). Ha cambiado el trabajo. Antes pensábamos en lo que haríamos en cuatro o cinco años. Ahora pensamos en lo que haremos en las siguientes semanas. Ha cambiado la ciudad. Algunos días luce desierta como un lugar fantasma. Han cambiado las playas. Han cambiado los parques. Ha cambiado la casa. Ha cambiado el tiempo. Es más lento y más duro, y pocos pueden quejarse hoy de vivir a demasiada velocidad. Ha cambiado el espacio. De pronto hay mucho menos espacio y eso nos da la ventaja de que podemos observarlo mejor.

Como resultado de todo ello, seguramente hemos cambiado nosotros. El miedo se ha convertido en una guía de la conducta. Vamos por una calle como en un túnel, pensando en que la persona que viene en sentido contrario debe ser evitada. No se nos ocurre entrar a un lugar cerrado, con los techos bajos. Vivimos en la clandestinidad del aire libre y del techo propio. Mientras tanto, sabemos que algún día (¿quizá en un año?) lo que hoy llamamos coronavirus será un fastidio menor.

En esa clandestinidad, para algunos afortunados, hay algunos lujos: vemos películas, leemos libros y tenemos conversaciones largas que antes no teníamos. Pero estamos en minoría frente a la inmensa población necesitada del Perú.

Si bien la esperanza es un lujo que no está bien repartido, es lo único que nos queda. Recuerdo las líneas de Emily Dickinson: “La esperanza es esa cosa con plumas / que se posa en el alma, / y entona melodías sin palabras, / y no se detiene para nada”.