Roncagliolo ilustración
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Santiago Roncagliolo

El debate sobre la para violadores ha hecho saltar algunas de las contradicciones más aberrantes de nuestro paisaje ideológico nacional: algunos creen que en caso de violación, la culpa es de la víctima pero hay que ejecutar al victimario. O que, en defensa de la vida, hay que prohibir el aborto pero es legítimo asesinar al violador.

Lo cierto es que la pena de muerte se ha mostrado ineficaz para contener el crimen en general. En Estados Unidos, donde se practica, los asesinatos crecieron más de 10% en el 2015. Por cierto, la inmensa mayoría de condenados son pobres, no más peligrosos que otros, pero sí menos solventes para pagarse un abogado. En nuestro país, además de esa desigualdad, habría que tomar en cuenta la altísima desconfianza en los jueces. No parece buena idea dejarles decidir sobre algo tan irreversible como la muerte.

El único caso en que tal condena parecería tener sentido es el de crímenes atroces, menos numerosos pero absolutamente inhumanos, como las violaciones de niños que hemos conocido con horror últimamente por la prensa. Nuestro instinto moral sugiere que sus autores, verdaderos depredadores, no pueden reeducarse y deberían morir. Sentimos que su desaparición, a la larga, ahorraría vidas.

Sobre monstruos así trata la nueva serie de Netflix “Mindhunter”, basada en la historia real del equipo del FBI que, a finales de los setenta, comenzó a investigar a los psicópatas. Para entender mejor a esas joyitas, los agentes entrevistaron a colegas suyos ya condenados a cárcel por perversiones sangrientas. La serie no se pregunta quién es el asesino en un determinado crimen, sino por qué las personas asesinan así: qué empuja a ciertos individuos a matar sin más motivo aparente que el placer de la carnicería.

Al estar basada en una historia real, o más bien en varias, “Mindhunter” es mucho más que una serie policial. Traza una radiografía de la mente enferma, y de nuestras reacciones viscerales ante ella.

Por ejemplo, el principal obstáculo para la investigación de los personajes son sus propios superiores del FBI, y a menudo, ellos mismos, con sus reparos morales ante el hecho de pasar el rato de tertulia con los monstruos más repugnantes de las prisiones. No es un trabajo popular. El FBI tiene asumido que con esa gente no se puede hablar, que su mente enferma solo produce alucinaciones o patrañas, y que escucharlos equivale en cierto modo a justificarlos.

Sin embargo, tanto en la serie como en la realidad que la inspiró, esas entrevistas sirvieron para establecer perfiles de asesinos sexuales, con los cuales se investigaron e incluso se previnieron nuevos crímenes. Ya es bastante difícil dilucidar delitos con móviles ordinarios, como el dinero o el sexo. Mucho más complicado resulta que el móvil esté dentro de la cabeza del criminal. Y que su verdadera motivación no sea algo material sino abstracto, como la revancha contra su propia vida, o el ansia de poder.

Los repugnantes violadores de niños plantean el mismo problema. Ejecutarlos puede parecer justo, dada la repulsión que nos inspiran. Pero nos impide investigarlos para detectar mejor e incluso impedir los casos futuros. Como estos criminales están perturbados, la pena de muerte no los disuade. En general, no les preocupan mucho las consecuencias de sus actos. Eliminarlos solo sirve para facilitar el trabajo de sus herederos y, de paso, para satisfacer otros bajos instintos: los de políticos inescrupulosos.

Resulta tentador castigar ojo por ojo y diente por diente. Nuestro ser más primitivo quiere resolver los problemas con el hígado. Pero “Mindhunter” sugiere que es mucho más práctico enfrentarlos con el cerebro. Podríamos intentarlo.