La crisis de las antenas, por Fernando Cáceres
La crisis de las antenas, por Fernando Cáceres
Redacción EC

Es fácil generar rechazo de la ciudadanía hacia algún producto o tecnología. Basta con que una autoridad o activista alerte que estos podrían causar daños a la salud y que todavía no se ha probado lo contrario. Esto es lo que ha ocurrido en nuestro país con las antenas de telecomunicaciones. Como la ciencia no puede demostrar que algo no es perjudicial, sino solo que todos los estudios realizados no identifican daños o riesgos, el terreno queda fértil para que la burocracia en defensa de la salud pública, y basándose en el famoso “principio precautorio”, bloquee su progreso. 

Ante todo, el principio precautorio al que se adhiere nuestro país es el de la Declaración de Río (1992), según el cual si existen amenazas de daños graves o irreversibles, aun sin certeza científica total, se deben adoptar medidas costo-efectivas de prevención. Y la solución costo-efectiva que se maneja casi universalmente son los límites máximos permisibles previstos para la radiación no ionizante por la Organización Mundial de la Salud, que ya tienen en cuenta las posibles lagunas en el conocimiento científico. Aun así, las mediciones realizadas por las autoridades en el ámbito internacional, incluyendo al Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), raramente superan el 2% de lo permitido; es decir, el margen de seguridad es incluso más amplio.

Frente a las alertas lanzadas en nuestro país, las reiteradas negativas de los municipios a dar licencias no se hicieron esperar. Para enfrentar esta crisis, el Congreso dio el año pasado una norma que buscaba simplificar los requisitos para instalar antenas y un proceso de aprobación automática que redujera la discrecionalidad municipal, sujeto a control posterior. Pero el proyecto de reglamento publicado por el MTC no solo crea requisitos adicionales, sino que otorga más discrecionalidad a las municipalidades en los procesos de control.  

El problema de las antenas es uno de falta de aceptación social que se refleja en la política, como ocurre con las actividades extractivas, con el agravante de que no se deriva de un rechazo a la actividad ni hay afectados. Se trata de una crisis de percepción ciudadana sobre los riesgos asociados, cuya mejoría no se va a solucionar solo con debates legales ni campañas mediáticas. 

En España, una crisis semejante viene siendo gestionada con éxito mediante una estrategia público-privada. Las empresas tienen recursos pero no credibilidad, por su interés en el negocio. Mientras las autoridades, sobre todo si contratan personas o instituciones reputadas, no tienen los recursos pero sí la credibilidad. Por lo tanto, son estos últimos quienes deben actuar como mediadores para concertar con los actores involucrados. Una institucionalidad que dé soporte al progreso de esta tecnología, que a todos beneficia, aportando seguridad al ciudadano y a las propias autoridades. 

Como parte de este esfuerzo, se ha creado el Servicio de Asesoramiento Técnico e Información (SATI), con financiamiento privado pero gestión independiente de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), que ofrece asesoría directa a las municipalidades tanto sobre cuestiones legales, medioambientales, sanitarias, y técnicas, como de gestión administrativa, o respuesta a la alarma social.  

Si la crisis no se empieza a gestionar bajo una alianza público-privada, veo muy poco probable que el entorno para el desarrollo de esta tecnología mejore. La clave es generar confianza en la población.