Mañana ocurrirá algo inédito en nuestro país: el reconocerá públicamente que vulneró los derechos humanos de una persona (lesbiana, gay, bisexual, trans e intersex). Azul, una mujer trans, estaba caminando a su casa en La Libertad en febrero del 2008 cuando un grupo de policías y efectivos de serenazgo la golpearon e insultaron y la llevaron a la comisaría. Ahí, la torturaron y violaron sexualmente como “castigo” por su orientación sexual.

Este acto público de reconocimiento de responsabilidad se llevará a cabo en cumplimiento de la sentencia que la Corte Interamericana de Derechos Humanos () emitió en marzo del 2020. Azul llegó a esta instancia después de un duro proceso dentro de nuestro país, donde intentó que los hechos sean investigados por fiscales y jueces peruanos.

Sin embargo, Azul encontró diversas barreras, incluyendo actitudes llenas de prejuicios sobre las personas LGBTI. En lugar de sancionar a los responsables (que están plenamente identificados), y en un tiempo récord para los estándares de nuestro sistema de justicia (menos de dos años), la denuncia de Azul fue archivada por supuesta falta de pruebas y sus agresores quedaron en libertad.

En su sentencia, la Corte IDH encontró que la detención de Azul fue ilegal, arbitraria y discriminatoria, y que la tortura a la que fue sometida se debió a su orientación sexual. Más aún, declaró que en el Perú existía (y existe todavía) un contexto de discriminación hacia las personas LGBTI y que la tortura que sufrió Azul fue una forma de violencia simbólica; es decir, que llevaba un mensaje dirigido a las demás personas como ella, que no seguimos las costumbres sobre lo que se entiende por masculino o femenino.

El acto público que ocurrirá mañana no es un simple acto protocolar, sino que está lleno de significado por varias razones. La primera (y quizás la más importante) es que se reconocerá que el testimonio de Azul es verdadero, que ella no mintió (como insinuaron quienes debían investigar los hechos) y que sí fue víctima de tortura a causa de su orientación sexual. La segunda es que se admitirá que la falta de una investigación imparcial, adecuada y oportuna, de un hecho de violencia por prejuicio (como el que sufrió Azul) es una forma de vulnerar los derechos humanos de la víctima. Para la comunidad LGBTI en el Perú esto es importante porque, como reveló una encuesta realizada por el INEI en el 2017, apenas uno de cada 300 casos de violencia o discriminación contra personas LGBTI recibió sanción. El caso de Azul está dentro de ese enorme grupo de casos en los que aún no se sanciona a los agresores. Finalmente, y como indiqué al inicio, se marcará un hito al reconocer la vulneración de derechos de una persona LGBTI peruana.

Cuando el Estado reconoce su responsabilidad, como lo hará mañana con Azul, nuestra sociedad avanza en el respeto a los derechos humanos y la democracia se fortalece. Las heridas pueden empezar a sanar e incluso se puede encontrar justicia.

Lo sufrido por Azul no debió suceder nunca, pero reconocer que ocurrió y reparar el daño es el camino que nos hemos trazado como sociedad democrática para concentrar nuestros esfuerzos en evitar que hechos como este se repitan.


Gabriela J. Oporto Patroni es abogada por la UNMSM. Magíster en Georgetown University. *La autora ha sido parte del equipo legal de Promsex, organización que representa legalmente a Azul.