Timerosal. En el año 2008 esta palabra se convirtió en el centro de una polémica que enfrentaba a dos grupos de médicos: los que creían que ese derivado de mercurio que se encontraba en las vacunas para conservarlas causaba daños irreversibles y los que defendían que las vacunas eran inocuas, que habían servido para inmunizar a millones de niños.
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El Ministerio de Salud se encontraba en plena campaña de vacunación y tenía el reto enorme de disminuir las muertes de niños por enfermedades diarreicas o respiratorias. Vacunas contra el neumococo o el rotavirus habían sido incluidas en el plan de inmunización y debían ser distribuidas hasta en los lugares más lejanos. Pero un personaje irresponsable, el doctor Herbert Cuba, presidente de la Asociación Médica Peruana, inició una campaña agresiva, sin mayor sustento científico, exigiendo que se detuviera la vacunación porque los niños iban a sufrir trastornos neurológicos.
El Colegio Médico del Perú y el entonces ministro Óscar Ugarte cerraron filas y desacreditaron la versión de Cuba. Médicos reconocidos, científicos y la OMS tuvieron que dedicar horas de su tiempo para desentramar un argumento tejido sobre la base de medias verdades.
Finalmente, la razón se impuso y la campaña nacional de vacunación terminó con éxito. Sin embargo, han pasado más de diez años de ese episodio, vivimos en la era de los ‘fake news’ y ya empezó a circular gran cantidad de información tendenciosa sobre la posibilidad de que la vacuna del coronavirus, en lugar de salvarnos, nos mate.
Hay teorías de todo calibre: que los laboratorios solo quieren ganar millones, que la vacuna afectará nuestro ADN, que nos están ocultando los efectos secundarios y demás. El mundo espera un remedio para uno de los males más espantosos de nuestra historia, y ya hay gente rechazando una vacuna que ni siquiera existe. Vislumbrando efectos secundarios que no conocemos. Quejándose de que van a servir de conejillos de indias, cuando parecen ignorar que hay valientes voluntarios exponiendo su salud para que el día en el que la vacuna esté lista nosotros estemos a salvo.
Pero vamos con calma. A nadie se le puede obligar a vacunarse de nada. Esa es una decisión personal y discutible, pero que cada quien debe tomar de manera independiente. Lo que es verdad también, es que nadie tiene por qué afectar la salud de los demás: en el mundo posvacuna, lo más probable es que no se pueda viajar si uno no está vacunado, que determinados empleadores se las exijan a sus trabajadores, que los clubes se las pidan a sus socios, las escuelas a sus maestros, los hospitales y clínicas a su personal de salud y así... Un no vacunado verá restringidas sus libertades, porque en salud pública las decisiones individuales no se pueden imponer al bien colectivo, y la sociedad tiene derecho a protegerse de quien no se quiere proteger.
Los miedos hacia las vacunas nuevas son absolutamente comprensibles, pero que no se alarmen los padres porque los niños no serán vacunados en las primeras etapas. Ni siquiera hay vacunas para ellos porque el COVID-19 los agarra más leve que un resfriado. Si la población adulta logra inmunizarse, los niños ya no tendrán a quién contagiar y quién sabe si los tendremos que vacunar.
El panorama aún es incierto, pero la paranoia es una realidad. No se trata de satanizar al que prefiere no aplicarse la vacuna contra el coronavirus. Pero esa persona tiene que entender que es una decisión suya, que tendrá que cargar con las consecuencias de su elección y que no hay ninguna razón para desperdigar sus miedos y pánicos en campañas antivacunas sin ningún sustento.
Se supone que la llegada de la vacuna será una magnífica noticia. Ojalá que los seres humanos no la convirtamos en una excusa para una estúpida e inútil batalla campal más.