"Esta cultura criolla fue, en parte, la que desarrolló las ideas independentistas y la que posteriormente dio lugar a la ‘viveza criolla’". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"Esta cultura criolla fue, en parte, la que desarrolló las ideas independentistas y la que posteriormente dio lugar a la ‘viveza criolla’". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Alexander Huerta-Mercado

¿Y si antes de desearnos “felices ” nos ponemos a pensar en la historia del desde una perspectiva alegre, festiva o hasta traviesa? Especialmente en estos tiempos, en los que la corrupción nos ha hecho bajar un poco la sonrisa, tal vez resulte oportuno recordar que somos una cultura celebratoria como pocas.

Incluso antes de que el territorio que ahora llamamos Perú se llamase así, y de que estuviera habitado por humanos, una leyenda registrada en el manuscrito de Huarochirí cuenta que estuvo poblado por dioses y que estos eran tan humanos como los humanos y tan traviesos como los peruanos de hoy. Se narra que el poderosísimo dios Cuniraya Huiracocha vio a la princesa Cahuillaca, que era bella entre las bellas, y que se enamoró de ella. Sin embargo, como a él le gustaba desafiar a la lógica y a las expectativas, mutó primero en un ave. Transformado, voló hacia una lúcuma y –utilizando el pico– impregnó a la fruta con su semen. Luego, la dejó caer ante la princesa Cahuillaca, que se comió la lúcuma y quedó embarazada. Así nació un pequeño príncipe, sin que la princesa supiese la identidad del padre. Al cabo de un año, ella convocó a todos los dioses para averiguarlo. Fue la reunión de divinidades más suntuosa que ningún humano jamás vio, pues todos querían que la princesa creyera que eran el verdadero padre. Kurinaya, nuevamente, hizo de las suyas y se presentó a la convocatoria vestido de mendigo. Todos lo ignoraron, menos el bebe, que gateó corriendo a sus brazos dejando sorprendidos a todos menos al travieso padre. Y si los dioses creadores ya eran de por sí bromistas, imagínense cómo se comportaban sus creaciones. El cronista Guaman Poma de Ayala, por ejemplo, es autor de una caricatura de comienzos del siglo XVII en la que se representa el imposible encuentro entre el conquistador Pedro de Candía y el inca Huayna Cápac. Este último observa al primero comiendo algo, y le pregunta sorprendido: “¿Comes oro?”. El español, por su parte, responde de manera afirmativa. En medio del desencuentro y la opresión de la conquista, se encontraba así una forma de ironizar acerca de la codicia del invasor y de construir una identidad que, desde entonces, ha buscado en el sarcasmo una forma de resistencia y de búsqueda de felicidad.

Temprano en la Colonia, el Inca Garcilaso de la Vega nos define como compatriotas y nos deja claro hacia dónde apunta nuestro carácter en el futuro: “A los indios, mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad”.

Y no se equivocaba. En ese entonces, ya se labraba en estas tierras una comunidad que se llamaría Perú, y los nacidos aquí durante la Colonia comenzaron a desmarcarse de la formalidad española y a edificar una cultura criolla con comidas picantes (difíciles para los paladares europeos), danzas exigentes para las caderas peninsulares y una picardía que exigía una velocidad de pensamiento que solo los locales habían desarrollado. Esta cultura criolla fue, en parte, la que desarrolló las ideas independentistas y la que posteriormente dio lugar a la ‘viveza criolla’. Esa que nos ha traído tantos problemas, pero que nos ha dado también tanta intensidad emocional. Como lo señaló José María Arguedas: “No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores”. Y son esas mismas urdimbres y sutilezas las que nos convierten en una cultura celebratoria, tanto en la protesta como en la procesión. Nos hemos olvidado de que lo que más nos ha unido como nación es la celebración colectiva, la de la familia, la de los amigos, la del barrio, la de nuestras pequeñas naciones, esas que nos traen el concepto de Perú cuando estamos lejos del país.

Hace poco, durante la celebración del desfile del orgullo LGTB en la avenida De la Peruanidad, vi una feliz reunión de grupos organizados compuesto tanto por instituciones políticas, organizaciones de apoyo y grupos culturales, junto con discotecas y asistentes independientes. Todos celebrando la tan buscada igualdad de derechos y la libertad de las distintas identidades de género en nuestro territorio. El cemento gris se había vuelto colorido en una avenida nunca antes mejor llamada (De la Peruanidad). Al final de las formaciones, un grupo de ‘drag queens’ fue convocado para los incontables ‘selfies’ con los entusiasmados transeúntes, cuando, de repente, emergió un estruendo de un camión de policía del que empezaron a salir efectivos. El hecho me asustó, pero me volvió la calma cuando los vi alegres y comprendí que celebraban porque había acabado el partido en el que superamos a Uruguay por la Copa América. El multicolor grupo de ‘drag queens’ y policías se mezcló y todos levantaron los brazos en señal de celebración. No hubo abrazos, es cierto, pero sí una integración motivada por un mismo sentimiento. Y eso ya era bastante. Porque si algo hemos aprendido como cultura celebratoria que somos es que tanto en el campo de los deportes como en el de la lucha social, las mejores celebraciones son las que llegan luego de haber dejado todo en la cancha. ¡Felices Fiestas Patrias!