(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Iván Alonso

Con el Decreto Legislativo 1424, publicado el pasado 13 de setiembre, el Gobierno se inmiscuye en una decisión que debería ser estrictamente empresarial y estrictamente privada: la de establecer la estructura de capital de una compañía, o sea, la proporción entre la deuda y el patrimonio (o capital de sus accionistas) con los que financia sus actividades. El decreto no limita la cantidad de deuda que una compañía puede tomar. Lo que limita es el monto de los intereses que puede deducir a la hora de calcular su renta imponible. Eso tiene el efecto de encarecer el endeudamiento.

Hay excepciones, naturalmente, sobre todo allí donde le conviene al Estado (como sucede también con la legislación laboral). La restricción no se aplica, por ejemplo, a las concesionarias que desarrollen proyectos de infraestructura, las que normalmente se financian con una proporción altísima de deuda a capital.

A partir del año que viene, una compañía no podrá deducir como gasto todos los intereses que pague si es que el total de sus deudas excede tres veces su capital. A partir del 2021 las cosas se ponen peor: no se podrá deducir intereses por un monto que exceda el 30% del Ebitda del ejercicio anterior (Ebitda son las utilidades antes de intereses e impuestos y sin descontar la depreciación de equipos ni la amortización de intangibles).

Los creadores de la norma no han reparado en que este límite se puede franquear por razones que están fuera del control de la compañía. En el mercado bancario es común tomar deudas con tasas de interés variables. Un aumento en la tasa de referencia internacional, generalmente la Libor, que se fija diariamente en Londres, golpeará dos veces a la compañía: una porque tendrá que pagar más intereses y otra porque quizás no podrá deducir la totalidad de los mismos.

Además, una compañía que toma una deuda a largo plazo no tiene cómo saber si los intereses pactados estarán siempre debajo del 30% de su Ebitda. El Ebitda puede irse al piso de un año para el otro, a consecuencia de un cambio imprevisto en las condiciones de mercado, sea porque hay más competencia, porque bajaron los precios o porque subieron los costos, o inclusive por cambios en las regulaciones introducidos por el propio Gobierno. La única manera en que una compañía puede asegurarse de cumplir con la regla del 30% es siendo excesivamente conservadora en su nivel de endeudamiento. Eso puede ser bueno o malo en sí mismo, pero es una decisión que le corresponde a la gerencia. No es función del Gobierno velar por la prudencia financiera de una empresa privada.

Los límites a la deducción de intereses son, por último, absolutamente inútiles desde el punto de vista de la recaudación fiscal. Los intereses que paga un prestatario son los intereses que cobra un prestamista. Lo que es gasto para uno es ingreso para el otro. Los impuestos que deja de cobrar la Sunat cuando una compañía deduce los intereses de su utilidad imponible son los mismos que cobra cuando el banco los declara como parte de la suya.

Limitar la deducción de intereses equivale a una doble tributación. Los intereses que no pueden deducirse tributan primero como parte de la renta del prestatario; y vuelven a tributar después como parte de la renta del prestamista. No sabemos si eso es constitucional o inconstitucional, pero definitivamente no es justo.