(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Richard Webb

El mundo vive un gigantesco avance en su capacidad para ver. Nuestros ojos han sido potenciados por el telescopio, el microscopio, la cámara, la radiografía, el video y, más recientemente, la pantalla del celular, los drones y el satélite de Google Earth (durante un huracán en Estados Unidos, desde una pantalla en Lima pude visualizar, día a día, la altura del agua en la casa donde estaba atrapada mi hija). En tiempos antiguos solo Dios tenía esa capacidad para ver todo lo que sucedía en el mundo en cada instante.

Hasta ahora, esa ciencia y tecnología se ha limitado a reforzar solo una parte de lo que usamos para ver –los ojos de la cara–. Pero el acto de “ver” requiere además del trabajo que hace una parte del cerebro. A cada instante, los ojos de la cara registran miles de imágenes, pero solo “vemos” una pequeña proporción de ellas, las que reciben un visto bueno del “ojo del cerebro”. Sin darnos cuenta, el cerebro revisa el pantallazo completo recogido por los ojos de la cara y decide cuáles de esas tomas pasarán a la conciencia. En una carretera pasan por la vista miles de vehículos pero ninguno es registrado hasta que el cerebro nos alerta, por ejemplo, acerca de un vehículo cuyo movimiento es amenazante. Se trata de una parte del cerebro que es intuitiva, no reflexiva y muy rápida, cuya función es proteger y favorecer nuestra sobrevivencia biológica. Sin embargo, ese mismo mecanismo, concentrado en el bien del individuo, hace más difícil la vida colectiva.

Los adelantos históricos de la ciencia y la tecnología de los últimos años han elevado la productividad en toda área de actividad, produciendo un avance extraordinario en las condiciones de vida económica y social de una mayoría de la población mundial. Paradójicamente, al mismo tiempo y en casi todo el mundo observamos un retroceso generalizado en la calidad de la gobernanza colectiva. Devesh Kapur, director de estudios asiáticos en la Universidad John Hopkins de EE.UU., comenta, por ejemplo, la “transformación fenomenal” que vive la India en cuanto a la conectividad y visibilidad, tanto entre ciudadanos como en negocios, con programas vastos de caminos, puertos, energía e identificación individual biométrica. Sin embargo, la polarización política en la India ha aumentado, especialmente la religiosa y étnica, y ha crecido la incidencia de ataques y asesinatos personales. Muy conocidos también son los retrocesos recientes de convivencia política y social que se han producido en EE.UU., en la mayor parte de Europa, en Indonesia, y en gran parte de América Latina, incluyendo, por supuesto, el Perú.

Según Kapur, la conectividad y “visibilidad” producida por las redes sociales y WhatsApp han contribuido al divisionismo comunitario en la India. Ciertamente la coincidencia casi universal entre ese deterioro político y la mayor visibilidad sugiere una relación causal. En todo caso, en el Perú es urgente examinar las causas del deterioro social y político. Mi hipótesis es que los medios modernos de comunicación, si bien crean luz, también están reñidos con la calidad de la vida colectiva. El costo de la conflictividad social y política, incluyendo la criminalidad, es enorme y merece un esfuerzo mucho mayor de investigación. Si antes la ciencia aplicada a la tecnología merecía una primera prioridad, como instrumento para elevar la productividad económica, hoy la mayor rentabilidad económica y la prioridad social parecen estar más bien con la investigación de las buenas y malas artes de convivencia social. Yo sugiero empezar con una mirada a cómo funciona ese ojo del cerebro, cuya dedicación exclusiva a los intereses de su dueño dificultan el sacrificio individual que es necesario en todo trato colectivo.

Como niñera que cuida a un bebe, el cerebro nos conoce, nos cuida y nos engríe.