"Nadie, ni el primer ministro, nos puede poner la regla, aunque seamos funcionarios públicos, de no decir lo que queramos en privado". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"Nadie, ni el primer ministro, nos puede poner la regla, aunque seamos funcionarios públicos, de no decir lo que queramos en privado". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
José Ugaz

En los últimos días ha renunciado el presidente de , nuestra empresa bandera en producción de petróleo, embarcada en una controversia sobre la utilidad de una inversión millonaria en la refinería de Talara.

Pero , un reconocido economista, no dimitió por razones de economía petrolera o eficiencia en la gestión, asuntos que venía defendiendo con solvencia. Por el contrario, quien estaba enfrentando con energía la corrupción de décadas en Petro-Perú, se vio obligado a renunciar por haber dicho algunas “” que involucraban a la ministra de Economía en una conversación privada que alguien le ‘chuponeó’.

¿Qué dijo Paredes a su amigo por teléfono? Sostuvo –hablando de la refinería– que le había dicho a la ministra: “[…] Puta, se te cae la mierda. Cojuda, si no me das la plata…”. Estas afirmaciones gruesas fueron levantadas por un medio que no es escaso en adjetivos de alto calibre, y fue suficiente para que al día siguiente el primer ministro dijera: “[…] Rechazamos todo tipo de adjetivos, innobles e impropios de un funcionario de Estado […]”. Luego, un conjunto de corifeos, incluido el primer ministro, se sumó al cargamontón afirmando que era inaceptable que se refiriera así a la ministra “en su condición de mujer”.

¿Paredes degradó a la ministra en su condición de mujer?

La coprolalia es, según el diccionario de la RAE, “la tendencia patológica a proferir obscenidades”. ¿Qué es una obscenidad? Es una palabra o frase inadecuada para el ámbito social.

La cosa se complica cuando hay que definir qué es lo adecuado para el “ámbito social”. Con mis amigos en el colegio, todos los días hablábamos con palabras calificadas de “lisuras” (término que, según el mismo diccionario, significa “palabra o acción grosera e irrespetuosa”), y que eran irreproducibles en la mesa familiar. Es más, teníamos –y lo mantengo hasta hoy– un código mental que inconscientemente y en automático me hacía cambiar el chip de lo adecuado para hablar con mis amigos, mis papás o profesores. Todos los días escucho a jóvenes y adolescentes hablando en términos que me hacen palidecer y que, sin embargo, cada vez son más aceptados socialmente.

Recuerdo que cuando el presidente Velasco acuñó la frase “Viva el Perú, carajo”, mi mamá y mis tías casi se desmayan. ¿Cómo se atrevía un presidente a hablar lisuras? Pero hasta mis tías usaban el carajo en privado y hoy es casi parte del himno nacional.

Hay una suerte de doble moral en este país. Si uno va a España o Costa Rica, escuchará en los programas de televisión en horario infantil o en el almuerzo de cualquier familia, que palabras como “coño, culo, carajo, mierda” se sueltan con facilidad. ¿Alguien se escandaliza? ¡No! Es más, ¡se celebra como gracia! ¿Entonces, cuál es el límite de lo adecuado para el ámbito social? Hace unos días me pasaron un WhatsApp sobre la palabra ‘mierda’, en el que quedaba claro que el adjetivo de marras –considerado una lisura en el Perú– tiene decenas de acepciones, de las cuales casi el 90% son positivas (exaltación, aclamación, cariño, asombro, etc.).

Los peruanos, y especialmente los limeños, siempre nos hemos debatido en el doble código de lo que hablamos en privado y lo que decimos en público. ¿Eso está mal? No lo sé, pero así funcionamos.

Me ha sorprendido que, en el incidente comentado, a Paredes se lo crucifique por “insultar a la ministra por ser mujer”, y nadie se preocupa por cómo y quién lo ‘chuponeó’, lo que claramente es un delito.

Primero, no insultó a la ministra. Le comentó a un amigo en un lenguaje obsceno que le dijo a la ministra que tenía que darle la plata. Punto. Hizo un énfasis coprolálico, insisto, en privado, porque así habla Paredes en confianza, y lo ha reconocido. Pudo haber dicho: “Le dije a la flaca”, “a la chibola” o a “la necia”. ¿Esto justifica perder un funcionario de primer nivel?

¿Quiso decir que la ministra es una tonta o boba? Puede ser. Ha podido decir lo mismo del presidente o del propio Zeballos, que no son mujeres. ¿Eso es condenable?

Según el artículo 2 de la Constitución, uno puede pensar lo que quiera, es nuestro derecho. Además, podemos decir lo que nos plazca en público siempre que no lo hagamos con la intención de menospreciar a otros o que se difunda el improperio. Aunque no le guste al primer ministro, en mis conversaciones yo puedo decir lo que me parezca sobre quien me parezca, así sea funcionario público, sacerdote, niño o mujer. Puedo pensar que una autoridad es incompetente o corrupta, y lo puedo decir en privado a quien quiera, salvo que lo haga con ánimo de desprecio.

Las palabras significan lo que queremos que signifiquen, y, por lo tanto, mucho depende del contexto. Siempre les digo a mis alumnos de la clase de Derecho al Honor que hay que evaluar cómo y en qué momento sucedió. Cuando Hernando de Soto le dijo a nuestro laureado Vargas Llosa en un programa de TV un domingo a las 8 p.m. que era un “hijo de puta” por lo que escribió de él en su libro “El pez en el agua”, no quiso decir, como sostuvo la lingüista Marta Hildebrandt, “que su mamá es una meretriz, quiso decir que él es un mierda”. Pero cuando Guerrero mete un golazo, podemos decir en público: “Qué tal golazo de mierda”. Todo es relativo.

Dos lecciones: i) lo grave es que nos chuponeen y eso debe ser castigado, más aún si, como dice Paredes, los autores han sido los corruptos que él despidió de Petro-Perú por robarse la plata de todos los peruanos; ii) nadie, ni el primer ministro, nos puede impedir, aunque seamos funcionarios públicos, de decir lo que querramos en privado. Lo contrario es un autoritarismo inaceptable.


*El autor es amigo de Carlos Paredes y ha prestado servicios legales a Petro-Perú en varias administraciones.