La Batalla de Ayacucho, el último enfrentamiento armado que sostuvieron los ejércitos españoles y libertadores en busca de la independencia del Perú.
La Batalla de Ayacucho, el último enfrentamiento armado que sostuvieron los ejércitos españoles y libertadores en busca de la independencia del Perú.

Que las colonias se aparten de sus metrópolis, o que un imperio se rompa y fraccione en varias naciones, es algo que hemos visto repetidas veces en la historia. Ahí están los casos del Imperio Romano tras las invasiones de los bárbaros, el del otomano después de la Primera Guerra Mundial, o del británico después de la Segunda. Y hace poco menos de tres décadas fuimos testigos de la disolución de la Unión Soviética y la consiguiente aparición de una veintena de repúblicas cuyos nombres no terminamos de aprender.

A los historiadores nos fascinan las independencias como ritos de pasaje en la historia de los pueblos, y cuando –como sucede con frecuencia– dependemos de presupuestos estatales escuálidos en el rubro de cultura e investigación humanista, nos encanta fantasear con héroes y villanos, como en el cine de Hollywood. Se comprende así que los historiadores de las nuevas repúblicas construyan de ordinario un relato épico de cómo sus ciudadanos “resistieron el dominio extranjero” de diversas formas, y cómo al final consiguieron “arrancar” a la metrópolis su ansiada autonomía. Cobrarán gloria y fama precursores y héroes patrios, cuyos nombres y estatuas bautizarán las avenidas y adornarán las plazas de las ciudades de la colonia liberada.

De cualquier manera, el desafío de la independencia no habría hecho más que comenzar. Porque el verdadero problema de los nuevos países fue que, en muchos casos, no eran comunidades nacionales antes de independizarse. Quienes a lo largo de los siglos colonizaron o anexaron territorios para las grandes potencias no estaban pensando en futuras naciones. Les preocupaba extender su religión, procurar el oro o el añil, asegurar un importante punto de paso para el comercio de su país de origen. En algunos casos, simplemente se trataba de asentarse en un territorio antes de que lo hiciera el vecino o una potencia enemiga. En las colonias se crearon estructuras sociales diferentes a las de las metrópolis. Conglomerados multiétnicos en los que se intercalaban hombres de negocios con funcionarios y soldados imperiales, trabajadores nativos y esclavos o siervos trasplantados desde lejanos lugares que, con frecuencia, eran otras colonias.

Con un repertorio social tan variopinto no fue tarea sencilla convertir a la población de las colonias en una comunidad nacional, tal como esta se entendía en el siglo XIX: una organización social cohesionada que comparte una cultura pero, sobre todo, un conjunto de normas, ya sea escritas o codificadas en costumbres, que hacen viable su convivencia. La historia del desarrollo ha mostrado que mientras más mayoritaria fue la población proveniente de la metrópolis que permaneció en el país luego de la independencia, mejores posibilidades hubo para el crecimiento económico y la modernización política. No porque se tratase de una población superior en algún sentido, sino porque así la sociedad se volvía más igualitaria. Con la excepción de unas pocas repúblicas, como las del cono sur sudamericano, esa habría sido la gran diferencia entre la América anglosajona y América Latina después de la independencia: que mientras en aquella los marginados (los indios y los negros) eran una minoría, en esta se trataba de la mayoría.

Dos siglos después de los acontecimientos podemos comprender que el verdadero logro de la independencia no fue la victoria sobre el ejército imperial (que, dicho sea de paso, en Ayacucho tenía más soldados nativos que el bando patriota), sino la construcción de una sociedad y una economía nacionales. Las ciudades y los caminos, por ejemplo, y, en general, toda la infraestructura para el gobierno y la producción habían sido diseñadas para producir mercancías como la plata, demandadas por la metrópolis, antes que para procurar los intercambios internos que habrían favorecido una integración nacional.

Aunque las mutaciones de una estructura siempre son posibles, nunca son fáciles, rara vez se consiguen en el corto plazo y suelen acarrear grandes costos. Este es el desafío que nos dejó la independencia. Cómo convertir una organización social saturada de hondas diferencias raciales y culturales, en las que los privilegios de los menos y los vetos a los más eran la base de su coherencia y funcionamiento, en una comunidad nacional en la que todos puedan verse como iguales y confiables, capaces del intercambio y la asociación.