“La gran pregunta es si habrá consecuencias prácticas de una decisión formal de muchos países de cortar relaciones diplomáticas con Venezuela”. (Ilustración: Giovanni Tazza)
“La gran pregunta es si habrá consecuencias prácticas de una decisión formal de muchos países de cortar relaciones diplomáticas con Venezuela”. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Daniela Meneses

“No hay mal que dure 100 años, ni cuerpo que lo resista, yo me quedo en Venezuela, porque yo soy optimista”. La canción no tiene 100 años, pero ha pasado bastante más de una década desde que los venezolanos comenzaron a entonarla, convencidos quizás de que el fin del chavismo no podía estar muy lejos.

En el 2013, varios artículos llevaron un título que iba más o menos así: ¿puede el chavismo sobrevivir sin Chávez? Había muerto no un presidente, sino el líder de un culto, y cabía preguntarse qué sería de su legado. Especialmente porque Chávez dejaba un país con instituciones y la prensa libre seriamente dañadas, controles de precio, desabastecimiento y una inflación anual de 20%. El Informe de Competitividad Global publicado ese año ya colocaba al país en el último lugar (de 148) en categorías como derechos de propiedad, independencia judicial o desperdicio del gasto gubernamental. Y ninguna cifra, ni siquiera las de la alarmante inseguridad, puede resumir el ambiente de crisis que se sentía.

El tiempo ha probado, sin embargo, que por entonces no era posible prever cuánto daño podría aún hacer la enfermedad. Hoy, seis años después, al calamitoso estado de las instituciones y la libertad de prensa se le agrega el éxodo de millones de venezolanos, el hambre, el 90% de la población que vive en la pobreza, el desabastecimiento de medicinas y la millonaria (sí, millonaria) inflación anual. Así, este año el nuevo gobierno ilegítimo de Nicolás Maduro comienza también con esta pregunta: ¿cuánto tiempo más podrá sobrevivir el chavismo?

Es difícil saberlo, especialmente por todas las veces que las esperanzas del comienzo del fin han quedado entrampadas. Esperanzas como el liderazgo de Leopoldo López. Las protestas ciudadanas del 2017. O las diferentes acciones internacionales contra el régimen. Hoy, la capacidad de cambiar el futuro parece estar en manos de Juan Guaidó, el opositor presidente de la Asamblea Nacional.

Este mes, Guaidó juró el cargo y dijo también que estaría dispuesto a asumir la presidencia ante el vacío del Poder Ejecutivo –varios países, entre ellos el Perú, se han negado a reconocer el nuevo mando de Maduro–. El domingo, luego de que Brasil reconociera a Guaidó como presidente legítimo del país, fue detenido por el Servicio Bolivariano de Inteligencia. De acuerdo a Maduro, se trató de un show mediático orquestrado por opositores y agentes de inteligencia corruptos, pero ya todos conocemos el valor de su palabra . Desde entonces varios países y autoridades han manifestado su apoyo a Guaidó, y al momento de escribir estas líneas ha trascendido que Donald Trump estaría evaluado reconocerlo también como presidente legítimo de Venezuela.

El capítulo más reciente de esta historia se sigue escribiendo, pues ayer en la tarde la Asamblea Nacional venezolana aprobó declarar a Maduro usurpador de la presidencia.

Es, quizás, lo más cerca que hemos estado del fin del chavismo en algún tiempo. Pero si algo nos ha enseñado la historia venezolana es que hay que ser cautos. Perdonarán el poco optimismo, pero hay que recordar aquella semana del 2002 donde los venezolanos vivieron durante 48 horas la caída y renacimiento de Hugo Chávez. Y recordemos también que, sea cuando sea que el régimen desaparezca y deje de guiar al país al abismo, es de esperar que el chavismo siga ahí por años. Porque Venezuela ya no es un país soberano, es un país que pertenece a otros, a otros que no son el pueblo. Venezuela no es una persona sana que se resfrió. Venezuela es un país enfermo hasta los huesos, y el día que caiga Maduro, y todos los que tienen que caer con él, recién comenzará el lento –e incierto– proceso de sanar.