Domingo sin eternidad, por Renato Cisneros
Domingo sin eternidad, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

La gala del Óscar es un medidor cronológico. El televidente de cierta edad, digamos 40, podrá asegurar que le interesa ver la pasarela de actores, apostar por alguna película en competencia, oír los discursos, aplaudir los homenajes póstumos y tratar de llegar hasta el final del evento sin cabecear de sueño. Pero lo que ese televidente no admitirá es que todos los años se sienta a ver el Óscar con una negada expectativa inconsciente: constatar el paso del tiempo en el rostro de los famosos que marcaron su juventud.

La alfombra roja, en ese sentido, más que galería de divos inalcanzables, funciona como espejo histérico que nos invita a los seres ordinarios de carne y hueso a calcular las muchas horas vividas en la oscuridad de una sala de cine.

Para algunos varones, por ejemplo, es inevitable ver las canas del abuelo Tom Hanks, las arrugas del casi sexagenario Kevin Bacon o el sobrepeso del adulto mayor Bruce Willis sin sentir un declive en la autoestima. Uno vio a esa gente en su momento cumbre, o antes incluso, con sus primeros taquillazos, Despedida de soltero, Footloose, Duro de matar, cuando nada hacía presagiar que un día estarían en el borde de la venerable ancianidad. Su senectud nos afecta no porque les tengamos aprecio –que se lo tenemos–, sino porque es un recordatorio inminente de la nuestra.

La sorpresa ante el evidente trajín de algunos actores, sin embargo, hoy no puede ser tanta. Internet amortigua ese impacto ofreciendo a diario noticias perezosas que abusan de la fórmula ‘antes y ahora’, en las que caemos continuamente por morbo o curiosidad solo para certificar lo que hacía rato suponíamos: la juventud pasó, quedó atrás, tanto para las estrellas cinematográficas de ayer como para sus primeros fanáticos.

La decepción debió ser mayor para nuestros padres, que veían el Óscar como si rindieran un test anual de envejecimiento. Recuerdo sobre todo a mi madre experimentar una mezcla de tristeza e incredulidad al ver los primeros planos de actores y actrices cuya gloria ella había atestiguado de adolescente y que yo tenía la impresión de que llevaban toda la vida siendo esos mismos viejecitos achacosos que aparecían en Canal 5. “¡Mira a la Vivien Leigh! ¡No puedo creerlo!”, se repantigaba mi madre en la cama, llevándose una mano a la boca. “¿Esa es Deborah Kerr?¿Qué le pasó? ¡Está irreconocible!”, comentaba en voz alta. “Ay, Paul Newman, míralo, pobrecito, está acabadísimo”, se condolía. Lo mismo con James Stewart, Elizabeth Taylor, Ava Gardner y cualquiera de la época dorada de Hollywood. Era como si todos aquellos veteranos mal zurcidos desfilaran por la alfombra roja desde el pasado remoto para avisarle a mi madre que la inmortalidad no existía.

Quizá lo mismo ocurriría con nosotros si, como puro experimento, trajésemos de la memoria una entrega del Óscar de nuestra infancia, digamos la de 1987. Hace 30 años. Ayer nomás. Una época sin globalización en la que ver el Óscar, al menos en Lima, era una forma alienada de estar juntos, de distraernos de las crisis. ¿Qué edad teníamos entonces? ¿9, 10, 12?

El maestro de ceremonias de esa edición fue Chevy Chase y entre los presentadores destacaron Gregory Peck, Faye Dunaway, Liza Minnelli, Dudley Moore y el cuarteto de veinteañeros Kevin Costner, Billy Crystal, Mel Gibson y Eddie Murphy. El último emperador, de Bertolucci, se llevó nueve estatuillas y, entre los actores, la rizada Cher (Hechizo de una luna) le ganó a Glenn Close (Atracción fatal) mientras Michael Douglas (Wall Street) se impuso a Jack Nicholson (Tallo de hierro y Marcello Mastroianni (Ojos negros).

Suena a una vida anterior y de alguna manera lo es. Como lo será en el futuro para los millennials cinéfi los (si acaso existen), que han crecido adorando a Emma Stone, Kristen Stewart o Ezra Miller y aún no conciben –aún no les toca concebir– que los ídolos, aunque no caigan, acaban marchitándose.

Esta columna fue publicada el 25 de febrero del 2017 en la revista Somos.