(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Santiago Roncagliolo

“Hijo de puta, te voy a maldecir [...] Nos vamos a revolcar en el lodo como cerdos”.

Eso le dijo el presidente filipino, Rodrigo Duterte, a su homólogo de Estados Unidos, Barack Obama, en setiembre del 2016. No era su primer exabrupto, ni el más grave. Duterte afirma haber matado a un hombre con sus propias manos. Ha obligado a una mujer en público a besarlo. Y su brutal guerra contra las drogas lleva miles de ejecuciones extrajudiciales, incluso de niños. Pero el mensajito a la madre de Obama ponía muy difícil la comunicación entre los dos. Tras el insulto, el norteamericano canceló la reunión que tenían acordada.

¿Qué hizo Donald Trump al año siguiente, después de llegar a la presidencia? Llamó a Duterte para felicitarlo por su lucha contra las drogas. Destacó su “gran relación” con él. Y lo instó a cantar una bonita canción cuya letra dice: “Eres la luz de mi mundo, la mitad de este corazón”. Fue bien tierno, de verdad.

Esta semana, junto a Vladimir Putin, el líder ruso que aprueba leyes contra los homosexuales y reprime a sus opositores, Trump volvió a mostrar su simpatía por los gobernantes autoritarios. Con su penosa cumbre de Helsinki, el presidente estadounidense logró lo imposible: enfurecer al mismo tiempo a las democracias occidentales, a su propio partido y a los cuerpos de seguridad norteamericanos. Tan torpes fueron sus palabras que él mismo acabó atribuyéndolas a un lapsus. Y lo más increíble: lo hizo a cambio de nada. Putin logró presentarse ante el mundo como una potencia a la altura de Estados Unidos completamente gratis.

Hay que admitir que Trump es selectivo. Los autoritarios latinoamericanos no le terminan de gustar: al exótico norcoreano Kim Jong-un, el de las bombas nucleares y la hambruna, le habría costeado una suite de US$6.000 por noche para su reunión en Singapur. Pero a Nicolás Maduro lo amenazó con una invasión militar. Al egipcio Abdelfatah al Sisi lo felicitó por su “fantástico trabajo” y le ofreció cooperación militar. Pero al régimen cubano le congeló la política de apertura.

Y, sin embargo, nuestros chicos del trópico no se pueden quejar: últimamente, reciben mejor trato que los aliados naturales de Estados Unidos. En el último mes, el más delirante de la historia de las relaciones exteriores norteamericanas, Trump ha encendido el ventilador: ha llamado al mandatario de Canadá “deshonesto y débil”. Ha criticado las decisiones del Reino Unido y Alemania en varias materias. Y ha aprobado impuestos a las importaciones de sus propios socios comerciales.

¿Cuál es la estrategia? ¿Qué misteriosa lógica guía los actos del presidente? ¿La búsqueda de un nuevo orden global? ¿Una simpatía natural por los líderes fuertes? No. Trump solo quiere diferenciarse de Obama. Por absurdo que parezca, no tiene más política exterior que hacer lo contrario de su antecesor: si Obama se opuso a las ambiciones rusas, Putin es amigo. Si Obama emprendió una aproximación hacia Cuba, Cuba es enemiga. Punto.

Durante su gobierno, Obama ensayó una política de acuerdos globales que lo acercó a los gobiernos, si no democráticos, al menos dialogantes, y lo apartó de energúmenos como Duterte. Con el único fin de darle la contra, Trump coquetea con estos últimos. El precio de su estrategia es cambiar a los aliados históricos de Estados Unidos por amistades muy peligrosas, y a los intereses a largo plazo por aventuras disparatadas.

Convertir su política exterior en el baile de los vampiros le puede convenir a la imagen de tipo duro del presidente, pero perjudica mucho a la democracia más poderosa del mundo. Y, por lo tanto, a la democracia en el mundo.