Modernidad Líquida, por Richard Webb
Modernidad Líquida, por Richard Webb
Diego Macera

Cuando desde el gobierno se intentó explicar el pobre crecimiento económico de 2,5% en el 2017, dos justificaciones saltaron al auxilio de los funcionarios de turno: los destrozos ocasionados por el fenómeno de El Niño costero y el efecto económico de los destapes de Odebrecht con la consiguiente tensión política. Dos años más tarde, es fácil comprobar que los desastres producto de las lluvias siguen siendo un lastre en la economía de las zonas afectadas. Pero, ¿cómo así impacta y sigue impactando la tensión política sobre la producción o el empleo? De manera más general, si bien se repite como mantra que el ruido político afecta la economía, ¿cuáles son, exactamente, los canales en los que se manifiesta el efecto? Hay cinco caminos de impacto, muchos con vasos comunicantes entre ellos.

El primero es la falta de decisión pública –o la incertidumbre sobre ella– y su impacto sobre empresas que directa o indirectamente dependen de lo que haga un gobierno con norte poco definido. Desde consultores que aspiran a ganar una licitación que demora en realizarse hasta empresas que esperan la reglamentación de asuntos políticamente delicados (etiquetado de alimentos, normas antielusivas pendientes, reforma del sistema de pensiones, etc.), un clima político enrarecido retrasa decisiones e inversiones.

En segundo lugar, la inversión pública –aquella que además de dinamizar la economía la debe hacer más competitiva– también se resiente cuando las acusaciones de corrupción abundan. No han faltado funcionarios con miedo a licitar, a otorgar buena pro o a autorizar pagos. Según la contraloría, a octubre del año pasado, había más de S/7.300 millones en obras paralizadas. Las sanciones desproporcionadas –y en algunos casos abusivas– a funcionarios que no han cometido delito forman parte del problema.

Un tercer punto clave es la sensibilidad del sector privado ante panoramas políticos inciertos. El riesgo aquí es obvio: la sobrerreacción, el comportamiento en masa y la profecía autocumplida. Las inversiones se frenan porque se percibe un escenario adverso, ello reduce el empleo y el movimiento económico general, lo que termina por –efectivamente– complicar el escenario. La confrontación política contribuye a hacer más densa la nube de pesimismo que, como cualquier otra nube, se compone en buena cuenta de materia más gaseosa que sólida.

Cuarto: cuando se habla de tensión política, es de lo único que se habla. Las portadas, titulares y análisis se centran en la coyuntura política (o judicial en los últimos meses) y no en las reformas a favor de la competitividad que hacen falta. Infraestructura, educación, simplificación administrativa, empleo, todo pasa a segundo o tercer plano cuando la acusación de último minuto llegó a redes sociales. El espacio político para emprender cualquier iniciativa difícil que necesite amplios consensos y discusión también se reduce.

Por último, en quinto lugar, la construcción de institucionalidad y la credibilidad de las reglas estables se erosionan cuando el juego político es pobre. Y, a largo plazo, el fortalecimiento institucional, el respeto a la ley y la predictibilidad son quizá lo más importante para la economía. Como escribí antes, si la política es el arte de lo posible, esta debe ser capaz de romper con el círculo vicioso que explica su mediocridad en una pobre institucionalidad, y que a la vez culpa a nuestras débiles instituciones de nuestra orfandad política.

A lo mejor, analizando y entendiendo bien estos vasos comunicantes entre política y economía, se puede reconstruir parte del proceso sobre un círculo virtuoso en vez de uno vicioso, o, cuando menos, limitar el impacto de la primera sobre la segunda. Contra lo que algunos claman, “el ruido político afecta la economía” no es una frase sin dientes.