“Una pequeña parte de los alimentos que consume la población urbana hoy es importada, pero el grueso es producido por pequeños y medianos agricultores que, evidentemente, han elevado fuertemente su productividad”. (Foto referencial: EFE).
“Una pequeña parte de los alimentos que consume la población urbana hoy es importada, pero el grueso es producido por pequeños y medianos agricultores que, evidentemente, han elevado fuertemente su productividad”. (Foto referencial: EFE).
Richard Webb

La historia geológica se la dejamos a los geólogos, pero la historia económica es asunto de todos. Sobre el escenario de la economía desfilan políticos y teóricos –y uno que otro genio empresario–, y sus discursos apasionan porque conectan con las creencias y con los personajes de la política. Es cierto que no alcanzan el nivel de apasionamiento que tiene el fútbol, aunque los genios de la “información” han sido creativos, levantando el ráting mediático de la economía con una multiplicación de estadísticas. Pero la esencia del drama económico es el concepto de la agencia humana. Todo lo que pasa en la economía lo atribuimos a las acciones acertadas o equivocadas de las autoridades.

La historia de la economía peruana ha sido escrita principalmente desde esa óptica, y se ha prestado a las calificaciones de mérito y demérito que saturan las noticias diarias. En mi opinión, se exagera así la capacidad de las personas para descifrar el comportamiento social, y aún más, la capacidad para prever eventos futuros que determinarán el acierto o desacierto de las decisiones actuales. Además, el margen para el autoengaño es particularmente grande cuando la mirada del historiador se extiende más allá de unas décadas.

La historia económica de nuestro siglo XX, por ejemplo, ha sido escrita en gran parte en función de las políticas aplicadas por sucesivos regímenes políticos. Lo que casi no se mencionan en esas historias son dos procesos sociales que, en mi opinión, fueron determinantes para la evolución de la economía y la sociedad en general, pero que se dieron en forma sumamente lenta, casi invisible, y ciertamente no por decisión de alguna autoridad política o técnica.

Me refiero, primero, a la migración que nos transformó de una sociedad altamente rural a un país esencialmente urbano. Así, la proporción de la población urbana se ha elevado del 13% en 1900 al 79% de hoy. Además, la población que sigue siendo rural en la actualidad tiene una vida mucho más conectada a los centros urbanos, sea por la compra y venta de productos o por la asistencia a centros educativos y centros de salud, o por visitas a familiares. Un indicador de ese contacto con el mundo urbano es que, según la encuesta de hogares más reciente, el 80% de las familias en pobreza extrema –que en su mayoría son rurales– posee un teléfono celular.

Esa urbanización ha producido una elevación sustancial en la productividad promedio del país por efecto de un conjunto de economías externas o de “aglomeración”. El economista Paul Romer, que recibió el premio Nobel por sus contribuciones a la explicación del crecimiento económico, ha comentado que “una de las mejores innovaciones de la historia humana ha sido la urbanización [...], por sus múltiples beneficios [...] nos permite intercambiar con otras personas, aprender de otras personas y especializarnos”. En mi opinión, esa urbanización explica gran parte del crecimiento sustancial de la economía peruana durante el siglo XX. Desde inicios del siglo XX, la producción nacional por habitante se elevó a una tasa del 1,8% anual, casi igual a la de los países de la OCDE que fue del 1,9%.

Sin embargo, la urbanización no podría haberse producido sin un fuerte aumento en la producción nacional de alimentos: en realidad, la urbanización es la otra cara de la medalla de una mayor producción y comercialización de alimentos. Las tecnologías primitivas del agricultor de subsistencia, y en un país sin caminos y vehículos capaces de trasladar cantidades sustanciales de alimentos, amarraban al agricultor a sus tierras. Lamentablemente, las estadísticas de producción agrícola son apenas aproximaciones para gran parte del siglo pasado, pero, aun sin esos datos, podemos deducir que la productividad agrícola ha aumentado enormemente, lo suficiente para que la proporción de la población obligada a quedarse en el campo produciendo alimentos se redujera de los ocho de cada diez habitantes en 1900 a solo dos de cada diez en la actualidad. Una pequeña parte de los alimentos que consume la población urbana hoy es importada, pero el grueso es producido por pequeños y medianos agricultores que, evidentemente, han elevado fuertemente su productividad.

Los dos fenómenos que, en mi opinión, han sido motores principales de nuestra economía del siglo XX: la elevación de la productividad en la agricultura de alimentos para el consumo doméstico y la fuerte urbanización que así fue posible han sido procesos muy graduales, casi desapercibidos y de casi nula importancia en los programas políticos. Algo así como los procesos geológicos que levantaron nuestra cordillera a través de los milenios, sin intención ni permiso de nadie.