El jurista chileno Pablo Ruiz Tagle acuñó hace dos décadas el término “Constitución Ekeko”, que ha resultado profético en su país. El Ekeko “es una divinidad doméstica andina que [...] está cargado de alimentos, dinero, casa y otros beneficios y al que debe prestarse continua atención [...] porque si no, se pone envidioso y en vez de bienes llena de males a su propietario”, dice Ruiz Tagle. La Constitución Ekeko es la que cada vez promete más, pero con promesas supersticiosas que, como el amuleto andino, convocarían la buena suerte, atrayendo mitológica y simbólicamente todos los objetos o ideales que porta el muñeco (dinero, amor, viajes, etc.). El proyecto de la Convención Constituyente chilena encaja perfectamente en este modelo, y también el que está implícito en las arengas e invocaciones de quienes, en el Perú, abogan por una asamblea constituyente y una nueva Carta Magna.

He sostenido repetidamente, en columnas periodísticas y en trabajos de corte académico, que suele ser una mala idea cambiar una constitución desde cero, porque ello implica refundar la república. En cambio, las constituciones tienen mecanismos de reforma y enmienda que facilitan su optimización dentro de un Estado de Derecho e implican una actitud democráticamente más madura –menos adanista y supersticiosa– porque suponen corregir lo que no ha funcionado sin pretender eliminarlo de la memoria, para sustituirlo por opciones más funcionales. Es consustancial a la democracia representativa –o a su versión más sofisticada, que yo he llamado “fiduciaria”– la lógica del ensayo-error y la mejora incremental, que es el mecanismo que mejores resultados ha dado a la humanidad en su historia, y a la vida sobre la tierra a lo largo de la evolución. Nada nace perfecto. Pero lo imperfecto puede no solo mejorar, sino ser más funcional e incluso bello, como nos enseñan dos sutiles y exquisitos conceptos de la cultura japonesa: el Wabi Sabi y el Kintsugi. El primero es una filosofía que reverencia la belleza de lo asimétrico e imperfecto; el segundo es el arte de la reparación (con oro) de objetos (típicamente platos y vasijas) rotos, los cuales no solo recobran su funcionalidad, sino que exponen sus bellas “cicatrices”. Aún a riesgo de la fácil descalificación de lo nipón como “fujimorista”, considero que el Kintsugi es útil como metáfora constitucional, pues lo enmendado y reparado resulta funcional y puede serlo incluso en mayor medida también en ese ámbito.

Por ello, el “Kintsugi” constitucional que ha emprendido el de la República al plantear reformas constitucionales –siendo la bicameralidad la más importante– no comporta en sí misma ni una constituyente encubierta ni mucho menos una “dictadura congresal”. Sin embargo, es importante hacer hincapié en que el Legislativo, cuya mayor falta es fungir hasta ahora de cómplice de un Ejecutivo hampón e insostenible, debe abandonar el inmoral y políticamente contraproducente intento de introducir por esa vía otro tipo de contrabandos como la posibilidad de que el Congreso destituya autoridades electorales, entre otras. La actitud madura sería, por ahora, aprobar solo aquellas reformas que coadyuven a una mejor institucionalidad electoral y de representación (distritos uninominales, o al menos más pequeños y abundantes), y mejores mecanismos de equilibrio de , especialmente entre el Ejecutivo y el Legislativo.

En esa línea, para amortiguar el poder exorbitante del Congreso unicameral, que concentra el poder en el Ejecutivo al ser obsecuente con este cuando tiene mayoría (1992-2000) y en el Legislativo cuando la oposición mayoritaria es obstruccionista (2016-2019), deberíamos ir a un Senado reflexivo, unificador y pluralista, con 50 miembros elegidos inicialmente en distrito nacional único, pero con la posibilidad de que las regiones que se fusionen obtengan dos escaños hasta alcanzar (si todas lo hacen) casi una mitad de senadores nacionales y la otra regionales. También conviene mejorar la conformación del Tribunal Constitucional, subiendo a nueve el número de sus miembros, por periodos de nueve años escalonados (uno cada año), donde cada poder del Estado elija (intercaladamente) tres magistrados, con lo cual, los tres que elija el Congreso ya no requieran los improbables dos tercios de los votos, sino solo la mitad más uno. Espero poder continuar mis propias propuestas de enmiendas-Kintsugi en futuras columnas.

Gonzalo Zegarra Mulanovich es consejero de estrategia