"Las protestas de hoy parecen decirnos que aunque desde hace tiempo sabemos que ya no podemos vivir en un mundo perfecto, no renunciamos a buscar un mundo mejor". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Las protestas de hoy parecen decirnos que aunque desde hace tiempo sabemos que ya no podemos vivir en un mundo perfecto, no renunciamos a buscar un mundo mejor". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alonso Cueto

No es la primera vez que las calles mueven la historia. Hoy en las ciudades chilenas, en las colombianas, las pancartas, los gritos, los saqueos, las arengas influyen en lo que pasa en las oficinas, los palacios de gobierno y en los bancos. El presidente Piñera en Chile ha prometido promover una nueva Constitución Política, algo que no hubiera ocurrido sin los movimientos de la calle. Los medios han contribuido a la presencia de la calle, en todas las ciudades latinoamericanas. No hay noticiero matinal que no transmita lo que ocurre desde algún paradero o algún mercado. Todos necesitamos saber cuál es la temperatura emocional y social de la calle al empezar el día. Un transeúnte que pasa puede dar su opinión y algunas veces con una lógica aplastante.

Uno puede recordar otros movimientos, como el de Mayo del 68 en Francia, cuando las callejeras llegaron a paralizar un país. Sin embargo, la calle de hoy es muy distinta a la de entonces. En las marchas de hoy no hay un líder visible como lo fue Daniel Cohn-Bendit para los rebeldes de ese momento. Hoy aparecen a veces algunos líderes políticos entremezclados, cargando sus banderas, declarando a la prensa, pero no son propiamente hablando los dueños de la movilización. Las redes sociales que las convocan a veces llevan el nombre de una organización pero no de un líder. Nadie se da crédito ni por el triunfo o el fracaso de una marcha. Son todos. Es lo que ha pasado en otras partes del mundo con movimientos como los indignados en España u Occupy Wall Street en Estados Unidos. Nadie sabe quién dirige las marchas en Hong Kong, aunque sí sabemos por qué están protestando.

Otra gran diferencia es que no hay grandes sacrificados por la “grandeza del partido” o de “la causa”. Palabras como ‘reaccionario’ han sido reemplazadas por ‘corrupto’ y en vez de ‘revolución’ se habla en contra de la “desigualdad social y económica”. Sí hay una rebelión contra el orden social definido por el liberalismo, un fenómeno que ocurre en todo el mundo y que se plasmó el año pasado en el libro “Why Liberalism Failed” de Patrick Deneen. En esa publicación, el autor señala al liberalismo como la única que sobrevive de las tres corrientes ideológicas (el fascismo y el comunismo son las otras) del siglo XX. Las protestas de hoy parecen decirnos que aunque desde hace tiempo sabemos que ya no podemos vivir en un mundo perfecto, no renunciamos a buscar un mundo mejor.

No siempre fue así. En realidad la humanidad se las arregló sin protestas callejeras durante muchos siglos. Hay muchos casos de la influencia de las masas en la historia, pero su estallido ocurrió a fines del siglo XVIII, con la Revolución Francesa. En esa ocasión, el imperio de las masas se convirtió en un gobierno bajo la sombra del puritano y sombrío Robespierre, que según la leyenda, camino al cadalso, dijo: “La revolución es como Saturno. Devora a sus propios hijos” (La frase es atribuida en realidad a Pierre Vergniaud). Según parece, también pertenece a Robespierre otra frase memorable: “Una gran revolución es un crimen estruendoso que destruye otro crimen”.

Esperemos que hoy en día no sea así. Alguna vez José María Arguedas me dijo que el corazón de una ciudad está en sus mercados, en las calles y en los estadios de fútbol. Una sociedad conectada con la calle es la más saludable. Si lo que se dice en la calle y lo que se escucha en los salones de se juntan, podríamos tener alguna esperanza.