Javier Díaz-Albertini

Quería compartir con ustedes algunas reflexiones acerca del año que fue. Haciendo memoria, no podía evitar examinar los últimos doce meses, tomando al 7 de diciembre (intento de autogolpe) y la violencia que se desató como un natural desenlace. Pero, en realidad, así no fue el 2022: nunca se perfiló como una trayectoria acumulativa que desembarcaría en algún tipo de resolución. No, fue más bien un año de incertidumbre, en todos los posibles sentidos. En el que los conflictos mismos eran la confirmación de un estatu quo inalterable que funcionaba bajo el péndulo de la vacancia o disolución.

Es así como decidí reflexionar sobre el 2022 sobre la base de lo vivido en las 26 columnas de opinión que publiqué en este Diario. Aunque no todos los artículos fueron de actualidad, sí reflejan asuntos que en ese momento consideraba importantes. En otras palabras, capturan mi estado de ánimo, aquellas preocupaciones que a mi parecer eran destacables y que, además, quería comunicar. La mitad de las columnas tuvo como eje central a la política nacional y me gustaría, en esta oportunidad, referirme fundamentalmente a estas.

Como no podía ser de otra manera, el hilo conductor siempre fue la debilidad institucional. Sin duda, el pobre desempeño del Ejecutivo, el Parlamento y sus representantes, encabezaba las preocupaciones que plasmé en mis opiniones. La incapacidad e ineptitud en la gestión, la corrupción pesetera, la falta de proyección y planificación, la repartija y el transfuguismo, el debilitamiento de las normas y la informalidad, son todas consecuencias de un sistema político descalabrado. En el 2022, sin embargo, se exacerbaron dos elementos que hicieron que esta debilidad histórica fuera más perjudicial: la y el personalismo (que también traté en sendos artículos).

Consideré que era incorrecto pensar que la polarización fuera fundamentalmente político-ideológica. Tuvo ese atisbo durante la conflictiva campaña de la segunda vuelta, cuando los planteamientos de Perú Libre se guiaban por la propuesta socialista de Vladimir Cerrón. Más bien, Pedro Castillo y sus allegados apostaron por atizar divisiones con llegadas más efectivas a un sector de la población: la división entre Lima y provincias, la gran urbe y el campo, los privilegiados y los marginados. La derecha, en cambio, jamás tuvo un discurso para contrarrestarlo, salvo fútiles referencias a que “no debemos cultivar el odio entre los peruanos”, a pesar de que este se manifiesta día a día en una sociedad en la que el racismo, el clasismo y el etnocentrismo se encuentran normalizados. La polarización de Castillo, además, era sin propuestas de solución, porque, en el fondo, lo que buscaba era azuzar un victimismo ya latente y muchas veces legítimo. La única vía de solución era una “varita mágica” bastante vacía de contenido y que encrespaba a la derecha: la asamblea constituyente.

Sin partidos, programas o planteamientos ideológicos, advertí en varias columnas que la nacional se personalizaba más aún. Escribí sobre los congresistas ambulantes que vendían su cuerpo y alma al mejor postor, la corruptela mercenaria caracterizada por la nula lealtad al líder u organización, el Estado como botín en forma descarada, las enormes ventajas que ofrecía la informalidad y las laxitudes a un gobierno y Congreso sin escrúpulos y ávidos de recursos e ingresos mal habidos (colectiveros, mineros informales, traficantes, universidades chatarra, entre otros).

Una de las consecuencias más claras de la polarización fue la ausencia de salidas políticas a las dificultades enfrentadas. Una sociedad civil menguada parecía rendir tributo a la máxima de que el país seguía funcionando, a pesar de la crisis política. Es decir, la calle –como señalé en una columna– estaba dura, y ,en buena parte, ausente. En su lugar, se fue dando una creciente judicialización del escenario político, fenómeno que dio satisfacciones inmediatas al momento de abrir las carpetas fiscales, pero que rápidamente desvanecían al ver cómo se prolongan los procesos ‘ad infinitum’.

En resumen, el año que pasó nos enseñó el peligro de hacer política sin un centro bien definido y organizado. Cómo, sin consensos, abrimos la puerta a apetitos e intereses cortoplacistas que no tienen vocación alguna de construir en bien de la mayoría.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima