"De lo avanzado, hemos identificado como variable clave la necesidad de establecer acuerdos para construir espacios de trabajo que, por pequeños que parezcan, permitan establecer relaciones de confianza y beneficio mutuo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"De lo avanzado, hemos identificado como variable clave la necesidad de establecer acuerdos para construir espacios de trabajo que, por pequeños que parezcan, permitan establecer relaciones de confianza y beneficio mutuo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Juan José Garrido

En 1959, el Perú vivía una etapa de renovada tranquilidad y esperanza. Gozábamos de un sistema democrático endeble pero civil; la puesta en marcha de algunos proyectos mineros era motor de ingresos a las cuentas fiscales, el proceso de urbanización continuaba, la Constitución del 33 seguía vigente y el Congreso aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Existían razones para ser optimistas.

Treinta años después, la realidad era chocante, si no escalofriante. Nuestra población había aumentado en 118%, pero los ingresos por persona en tan solo 16%. Habíamos experimentado durante las últimas tres décadas un golpe militar (que se llevó consigo la Constitución del 33), y llegamos a la década de los ochenta enfrentando dos grandes catástrofes. Por un lado, la crisis humanitaria, política y social desatada por la barbarie terrorista. Por el otro, una crisis económica de proporciones históricas: una hiperinflación galopante (la segunda más alta de la historia), sumada a déficits fiscales recurrentes y la retirada del sistema financiero internacional. El PBI per cápita, que en 1959 significaba el 27% de los ingresos norteamericanos, para 1989 representaba tan solo el 16%. Éramos, a la vista de muchos, un país fallido y en camino a algo peor.

Hoy, treinta años después, nuestra situación no podría ser más distinta. Incluso con crisis políticas –como las experimentadas en los últimos años–, somos un pequeño cisne negro en la región: crecemos a tasas por encima del promedio latinoamericano (este año será de alrededor del 2,5% mientras la región decrecerá en 0,2%) y la Constitución de 1993 sigue vigente. Entre 1989 y el 2019, los ingresos por persona se multiplicaron en 122% mientras la población en tan solo 52%. Así, redujimos la pobreza de un 60% (estimado) al 21% actual. Somos, para muchos extranjeros, un motivo de esperanza en la región.

Hemos pasado de un “apreciable progreso económico y financiero” (memoria anual del BCR) en 1959, a una economía “fallida” (reporte de la Rand Corporation) en 1989, y luego a una suerte de “milagro económico” (acumulamos 122 meses consecutivos de crecimiento a pesar de la inestabilidad política, la ausencia de reformas y la sobrerregulación). Es decir, sabemos lo que treinta años significan: pueden ser suficientes para convertir una esperanza en tragedia, o una tragedia en esperanza. Y si eso es así, ¿qué pasará en los próximos treinta años? ¿Seremos en el 2050 un país que crece, como hoy, de manera sostenida pero desigual? ¿O seremos un país desarrollado, gracias a acuerdos y a un trabajo serio, alineado a la perspectiva global? ¿O seremos un país fragmentado o, peor aún, nuevamente un experimento autoritario?

Lo que sabemos es que el mundo vivirá tiempos de increíbles cambios tecnológicos, políticos, económicos, sociales y ambientales. Lo que no sabemos es cómo lo procesaremos. Por ello, desde El Comercio lanzamos este año la iniciativa Perú 2050, con el fin de estudiar esos cambios, imaginar los escenarios posibles e identificar aquellas mejoras necesarias para enrumbar al país hacia un desarrollo ordenado e inclusivo. De lo avanzado, hemos identificado como variable clave la necesidad de establecer acuerdos para construir espacios de trabajo que, por pequeños que parezcan, permitan establecer relaciones de confianza y beneficio mutuo. Por supuesto, en dicha tarea podemos aportar todos los peruanos, desde cualquier posición. Más que podemos, debemos.