Entendiendo a Nadine, por Alfredo Bullard
Entendiendo a Nadine, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

“The Rational Animal” (El animal racional) es un interesante libro de Douglas T. Kenrick y Vladas Griskevicius. Su hipótesis es que buena parte de la conducta del ser humano se explica en términos evolutivos. Nuestros antepasados, en la época de las cavernas, sobrevivieron (o se reprodujeron con más frecuencia) porque ciertos individuos tuvieron genéticamente la propensión a comportarse de cierta manera. 

En un terremoto la mayoría se pararía y saldría corriendo. No importa que Defensa Civil nos haya adoctrinado para que no corramos y guardemos la calma. Somos herederos de individuos que, genéticamente, sentían miedo ante el peligro.

Aquellos individuos que no se asustaron frente a un tigre, no sobrevivieron. Los que tuvieron miedo sobrevivieron y se reprodujeron con más frecuencia. Esos son los genes que hemos heredado. Evolutivamente hemos desarrollado lo que los autores llaman “racionalidad profunda”, una racionalidad inconsciente que condiciona nuestra conducta.

Algo similar ocurre con la reproducción. Las relaciones sexuales no tienen costos equivalentes para mujeres y hombres. La mujer tiene el costo de quedar embarazada y verse limitada en varias de sus capacidades durante el embarazo y el cuidado del niño en los primeros años. El hombre, en cambio, solo pierde un poco de esperma.

Ello condujo a que las mujeres identificaran como elemento relevante las capacidades y el compromiso del hombre como proveedor de los recursos necesarios para su supervivencia y la de sus hijos.

Por otro lado, la evolución generó la tendencia en los hombres a buscar un patrón de belleza femenina (como indicador de cierto tipo de genes). Si bien puede sonar sexista (y afortunadamente la evolución social, tecnológica y cultural ha ido mediatizando estos patrones), todavía mantenemos en nuestra racionalidad profunda estas tendencias.

Esto se refleja hoy en diferencias entre lo que gasta el hombre frente a lo que gasta la mujer. Los hombres invierten en elementos que transmiten solvencia patrimonial como un indicador de su capacidad para brindar cuidados en el futuro. Tienden a comprar carros caros, casas lujosas o llevar a las mujeres a restaurantes costosos cuya cuenta suelen pagar. Estudios demuestran que los hombres dejan propinas mayores cuando están acompañados por una mujer que cuando están acompañados por otro hombre. No es casual que históricamente, en sociedades tradicionales, se pagara a los padres de la novia para formalizar el matrimonio y que el compromiso matrimonial se selle con un anillo de diamantes, donde el tamaño de la piedra es muy relevante como señal de compromiso.

En contraste, las mujeres invierten muchos recursos en mejorar su apariencia. En Estados Unidos, se gastan 100 mil millones de dólares en moda femenina cada año, el doble de lo que el gobierno de ese país invierte en educación. Se gastan 11 mil millones en operaciones de cirugía estética, siendo el 92% de los clientes mujeres. Paradójicamente, durante la crisis económica del 2008, las mujeres aumentaron su gasto en implementos de belleza (considerados bienes suntuarios), hecho que Kenrick y Griskevicius atribuyen a la necesidad de atraer hombres que tengan un buen trabajo o ingresos en épocas difíciles (o bien conservar a los que ya tienen).

Finalmente, somos animales que, como los pavos reales o cierto tipo de monos, usamos plumas, danzas o rutinas para presumir de nuestras capacidades, reales o aparentes.

Así es más fácil entender a Nadine, que gastó mucho dinero en vestidos, carteras y demás aditamentos de belleza impulsada por un instinto de origen evolutivo y del que no la podemos culpar. ¿Qué culpa tiene ella de verse forzada por sus genes a gastar dinero que aparentemente era para otra cosa? La culpable es la evolución natural. ¿O tiene ella otra explicación? Porque si la tiene, sería bueno escucharla.