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Historiadora
“Escribir es una forma de terapia”, señaló alguna vez Graham Greene, agregando que le era difícil comprender cómo los no adscritos a la tribu artística escapaban de la locura, la melancolía y el “pánico inherente a la condición humana”. Greene, quien en “The quiet American” pronosticó el futuro de la guerra de Vietnam, puede ser considerado uno de los últimos románticos, además de un nómada convicto y confeso. El hijo católico de un imperio en decadencia con el talento suficiente para contar “historias duras sin adjetivos y aparentemente ligeras” sobre “los misteriosos laberintos de la condición humana”.
Unas veces espía al servicio de Gran Bretaña y otras espíritu inquieto ansioso de narrar pero también de vivir en carne propia el drama histórico de su tiempo. El autor de “The power and the glory” recorrió todo el mundo, recalando incluso en Argentina, México, Chile y Panamá. Sus tendencias maníacas depresivas fueron atenuadas por el desarraigo constante, en pos de una verdad siempre cercana, siempre lejana y, en la mayoría de los casos, efímera y relativa. “Siempre me encuentro dividido entre dos creencias de que la vida puede ser mejor” y cuando esa esperada mejoría llega “se vuelve peor”. Contundente frase de quien en sus escritos abordó la fe, la traición, el amor al país, el honor y las tragedias de héroes modernos luchando contra la inercia histórica. Su descarnado análisis sobre el “clima del alma” de sus personajes no dejó de lado, sin embargo, la apuesta por la confianza en el otro, ya que sin ella lo único que quedaba eran “prisioneros” en la “peor celda”: la del ensimismamiento personal.
Mi papá era un asiduo lector de Greene, con el cual, como buen irlandés aventurero, probablemente se identificó. Aún guardo los libros del autor británico que heredé de él, así como también atesoro las fotografías de sus viajes por la selva peruana, en la década de 1940, junto con las decenas de cartas que religiosamente me enviaba cuando me vine a los Estados Unidos a completar mi doctorado. En estos tiempos de pandemia y horas muertas empecé a leerlas y descubrí que, al igual que su admirado Greene, mi papá usaba su pluma para luchar contra la melancolía, pero también, cuál reportero de guerra, para explicarme el día a día de la república de las bombas, la inflación y la muerte que dejé en el invierno de 1989.
Junto con pequeñas reflexiones personales de su propia vida, que fue muy dura, mi papá me contaba las “atrocidades” del conflicto armado que se llevó la existencia de miles de compatriotas. Los comentarios respecto al asesinato de la niña Rosanita, que tanto lo impresionó (“ya no tenemos límite para causarnos tanto dolor”), se combinaban con sus comentarios al proceso de Alan García (“terminará en nada”) y los editoriales de Paco Igartúa en “Oiga” que siempre acompañaban sus cartas. Al revisarlas, esta vez con ojo de historiadora, se apoderó de mí una suerte de ‘déjà vu’, especialmente al leer el mensaje de Igartua, en vísperas de la navidad de 1991, reclamando “un proyecto nacional que recoja las grandes aspiraciones y necesidades” del Perú.
En una de sus cartas más conmovedoras, Roberto me contó que en cada celebración familiar colocaba mi retrato y el de mis hijos: “hago de cuenta” que todos estamos juntos, como en el pasado. Confesando su melancolía (“saudade”), reconocía, también, su tranquilidad por nuestra seguridad, alejados de la “adolorida patria” en la que muchos, me escribía indignado, seguían haciendo “mal uso de los dineros del Estado”.
Al volver sobre sus reflexiones me pregunto qué hubiera opinado aquel guadalupano, amante de Whitman, sobre esta pandemia que ha incrementado exponencialmente el dolor, la corrupción y la brutal separación física de tu círculo de afectos. Y de cómo en momentos límite los seres humanos recurrimos a la palabra para acompañarnos y darle sentido a la realidad que nos toca vivir. Hablando de ello y de la palabra sanadora, en el último ‘Whatsapp’ de mi nieta, Juliana, recibí la foto de una crisálida, con la promesa de que me reportaría el proceso de su transformación en mariposa. El mensaje de una niña de once años, en medio de una crisis sanitaria mundial que entristece y angustia, me conmovió, devolviéndome un atisbo de esperanza.