"El equipo de Rajoy ostentó la sensibilidad de un barril de alquitrán". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"El equipo de Rajoy ostentó la sensibilidad de un barril de alquitrán". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Durante décadas, la dictadura de Franco censuró las memorias de Manuel Azaña. No se podían comprar en librerías ni estudiar en universidades españolas. Pero la prohibición era absurda. Si algún funcionario las hubiese leído de verdad, las habría hecho obligatorias.

Azaña escribió esos diarios sin intención de publicarlos, para llevar un registro de su actividad política, que culminó con la presidencia durante la Guerra Civil española. Por eso mismo, constituyen la radiografía más triste –y autorizada– del suicidio de la República. El presidente ilustra una y otra vez cómo los socialistas pelean contra los anarquistas, que a su vez se enfrentan a los comunistas, que luchan contra los nacionalistas, mientras el ejército de Franco conquista posiciones, derrotándolos a todos. El “Homenaje a Cataluña” de George Orwell confirma la delirante capacidad de las fuerzas progresistas para destruirse mutuamente, olvidando a su verdadero enemigo.

Aunque infinitamente más próspera y democrática, la España actual reproduce los mismos enfrentamientos. El país se pasó casi todo el 2016 sin gobierno, debido a la incapacidad de los partidos para pactar. Y si el conservador Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy acabó repitiendo en el poder, fue solo porque su rival histórico, el PSOE, se hallaba tan dividido internamente que no tuvo fuerzas para oponerse.

Durante los últimos seis años, el PP no ha gobernado: ha gestionado. Su mayor logro fue revertir la peor crisis económica de la historia de la democracia, lo que no es poco. Pero a cambio, ha multiplicado la discordia. En los últimos meses, se ha vuelto muy difícil atravesar una ciudad española sin topar con alguna manifestación: las feministas acusan al gobierno de misógino. La izquierda, de antisocial. Los pensionistas, de inflexible. Los tribunales, de corrupto. Y todavía no hablamos de Cataluña, que hasta ha declarado la independencia.

El Estado ha repartido condenas de cárcel a algunos de esos críticos, desde políticos soberanistas catalanes hasta raperos con letras agresivas y tuiteros con chistes ácidos (lo juro, es verdad). Aparte de eso, el gobierno ha mostrado una incapacidad pasmosa para entenderse con nadie.

Hace apenas unas semanas, el ministro de Justicia anunció que la comisión para la reforma del código penal sobre delitos sexuales estaría formada por... veinte hombres y ninguna mujer. Más o menos al mismo tiempo, una secretaria de Estado les dijo a los pensionistas: “¡Os jodéis!”. Todo esto mientras se sumaban las enésimas condenas judiciales y detenciones policiales por corrupción contra altos dirigentes del PP. El equipo de Rajoy ostentó la sensibilidad de un barril de alquitrán.

El viernes pasado, de improviso, los diputados opositores hartos se pusieron de acuerdo para defenestrar a Rajoy y poner a un presidente del Partido Socialista. En solo una semana, Pedro Sánchez ha pasado de apagarse en las encuestas a presentar un Gabinete con más mujeres que hombres –una para la igualdad social y de género, otra especialista en cambio climático–, dos ministros gays, y otros dos, catalanes. Los rostros del nuevo gobierno se parecen más a la sociedad real.

Evidentemente, nada de eso cambia el hecho de que el PSOE está muy lejos de la mayoría parlamentaria. Y la derecha lo detesta más que nunca. Para legislar –¡para sobrevivir!– necesitará a todos los grupos de izquierda y nacionalistas. La pregunta es: ¿Serán ellos capaces de ponerse de acuerdo más allá de echar a Rajoy?

Los mejores años de la historia española fueron aquellos en que las fuerzas del cambio pactaron un plan de futuro. Si lo consiguen de nuevo, pueden sentar las bases de un país igualitario, progresista y armónico. Pero si no, para cuando vuelva la derecha a “imponer orden”, podría no quedar ya nada que ordenar.