Alonso Cueto

Todo indica que estamos viviendo una nueva era. Es un tiempo de saltos al vacío, de protestas extendidas y de cuestionamiento de todos los modelos. Todo parece tambalearse y nada parece seguro. Un surgimiento violento de los nacionalismos, una por la situación económica, un clima de desunión y enfrentamientos hacen imposible el diálogo. Se trata, más bien, de una carrera de resistencias entre unos y otros por ver quién dura más. Las razones culturales, sociales, económicas y políticas se acumulan, pero la salida no puede ser solo política.

La renuncia de la presidenta, una asamblea constituyente y otras demandas no van a acabar con el racismo y la discriminación que mucho tienen que ver con las protestas. El racismo es una tara que está ligada a nuestra historia. Hemos sido y seguimos siendo un país fragmentado, incapaz de realizar un proyecto nacional. Lograrlo es un proceso social y no solo político.

No hay una lógica en el estallido. Las propuestas que piden los manifestantes (cerrar el Congreso) son inviables, como todos sabemos. Como ninguna explosión tiene lógica, tampoco tiene rumbo. Pero sí tiene explicaciones. Y la principal es la ausencia de un pacto social de reconocimiento de nuestras diferencias culturales y sociales. Lo único que puede salvarnos es el respeto por todas nuestras lenguas, por nuestras identidades, por todo lo que define a nuestras regiones, que son nuestra principal riqueza. Es un proceso largo y lento que no va a resolverse con nuevas elecciones, una asamblea constituyente o la frase “que se vayan todos”. La base de ese proceso es el desarrollo de la educación y la conciencia cívica. Un programa de educación pública de calidad es el único camino hacia una sociedad desarrollada.

El Perú es un país dramático, compuesto de muchas etnias. En las últimas décadas nos hemos integrado más que en tiempos anteriores. Pero nos falta mucho. Eso no justifica en absoluto la manipulación de la protesta que han hecho los azuzadores externos en estos días. El objetivo de algunos de ellos no es mejorar la sociedad y el Estado. Es hacerlos saltar.

Hay algunas historias asociadas a la situación actual. En el mercado una vendedora me cuenta que a su madre de 78 años en Apurímac la quisieron obligar a venir a Lima para protestar. Cuando se negó, la amenazaron con multarla. En otro lugar, alguien me recuerda antiguos episodios en una hacienda andina donde los peones hacían un trabajo extenuante; entre ellos, cargar a los hijos del dueño durante varias horas. A cambio, recibían unas hojas de coca como única retribución. Un extremo de la violencia y la humillación lleva a otro en estos tiempos recios, como tituló Vargas Llosa su novela.

Pero a las protestas nacionales de estos días hay que agregar las que ocurren en muchos lugares. Inglaterra, por ejemplo, está sufriendo una seguidilla de manifestaciones públicas debido a la , la baja atención en la sanidad pública y los problemas de transporte. En España el espíritu independentista de algunos líderes catalanes ha vuelto a atizar el panorama. En Francia, las protestas por la reforma de pensiones del gobierno ya han cerrado escuelas, trenes y refinerías. Muchos países africanos como Ghana y Sierra Leona sufren los efectos de la inflación desbocada. Incluso en Estados Unidos el gobierno ya alcanzó el límite de su deuda (puede quedarse sin efectivo), en un contexto polarizado por un nuevo grupo de congresistas republicanos radicales.

Son tiempos recios que amenazan con ser saltos a los extremos. Y, por ahora, no sabemos quién se hará cargo de estos vaivenes en el Perú y en el mundo.

Alonso Cueto es escritor